Ruido blanco, Raúl Quinto
“¿Blake no habló de grilletes forjados por la mente? Dioses y diablos
nos convierten en niños asustados. Debemos acabar con ellos y alzarnos,
felices, altos majestuosos”.
Grant Morrison

Entre las virtudes de Ruido
blanco está la de rescatar el lenguaje de la contradicción, aquel estilo de la
negación del que hablara Debord cuando los situacionistas eran cuatro locos. La
contradicción es inherente a todas las cosas y también a nuestro mundo, el que unos pocos han creado para su beneficio y
que, en la era del whatsapp, ha hecho
de la incomunicación una de sus
señas de identidad más universales. Ahora diseñamos emociones:
“Diseña un edificio cuyas puertas
desaparezcan una vez cruzadas.
Diseña una emoción”. p. 12
El ser humano es una miniatura
del ser humano, un llavero en nuestros bolsillos. No necesitamos más que
visitar la Piazza de la Signoria en hora punta y comernos un helado mirando la
obra de los hombres. Esta vida vicaria
de tamagochis, Second lives y
perfiles sociales es nuestra tragedia: como una sombra nos persigue, se nos
apropia y nos vive plácidamente.
“Algunos aseguran
que una cabeza separada
del cuerpo puede continuar consciente
casi medio minuto. Esos ojos
abiertos de raíz
frente a la multitud. Eso decir.” p. 12
Encuentro en Ruido blanco una
obsesión por la instantánea, por la imagen detenida y fragmentaria, por la
fotocomposición o la superposición, por lo difuso, lo borroso y el vértigo ante
las zonas limítrofes. La tendencia instructiva-expositiva de Raúl Quinto, su estilo
aséptico de laboratorio o mesa de operaciones incide sutil pero abiertamente
sobre nuestra mirada acostumbrada a no ver. Mostrar la descomposición, acusarnos
y, acto seguido, intuir una salida a lo que en realidad era un callejón sin
entrada. Como si el ruido de las bombas creara una melodía (“En la confusión de todas las voces amanece
un idioma nuevo”, p. 13), la búsqueda de un nuevo lenguaje y, con él, de una nueva identidad con la que, volviendo
a Debord, nos emancipemos de las bases materialistas de la verdad tergiversada.
Por eso espera el derrumbe, como una esperanza. Ese “labrarse una desgracia” de
Palahniuk, la igualdad matemática del todo y la nada, el cero elemental
(blanco) desde donde comenzar.
La humanidad, escribe
Benjamin, convertida en espectáculo de sí misma, ha llevado su autoalienación a
un grado tal que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético. Y
aquí cobran sentido los poemas vertebradores del libro sobre Christine Chubbuck, periodista estadounidense
que en los años setenta se suicidó mientras presentaba un informativo en
televisión. Una sociedad que prefiere la imagen a la cosa, la copia al
original, la representación a la realidad, la apariencia al ser, no puede sino
celebrar estos inmensos happenings
cotidianos: accidentes de tráfico, guerras y suicidios, todo televisado. El
espectáculo rutinario, que nos ha servido en riguroso directo la Guerra del
Golfo o la caída de las Torres Gemelas —violencia tranquilizadora desde
nuestros sofás—, confiere valor de verdad a la imagen (“El encuadre lo es todo”, p. 18). La forma ha ocupado el fondo y se
confirma aquella máxima de McLuhan: el medio es el mensaje. O, lo más
preocupante, sencillamente no hay mensaje
y por eso nos recreamos en la técnica. Nuestra sociedad, convertida en
espectáculo de sí misma, se autofagocita con los Sálvame de rigor que levantan la sospecha sobre si somos la última
fase de un cruel experimento conducente a salvaguardar al marionetista:
“[…] Alguien duerme.
Alguien nos sueña. Comprobaron
la eficacia del método
en animales superiores:
un elefante cae a plomo
ante los ojos de la prensa.” p. 19
Pero no está el canto
apocalíptico sin más. Si hay una enfermedad, parece decir Raúl Quinto, necesitamos
un diagnóstico. El problema es que el lenguaje que tenemos no sirve,
necesitamos un nuevo idioma, nuevos
signos. Signos como el de Christine Chubbuck (“Ella quiere expresar su condición / de palimpsesto”, p. 22), como
lo es el hombre que se quema a lo bonzo en Italia o como quizá lo sea, por
ridículo que parezca, “saquear” un Mercadona con carritos de la compra llenos
de arroz y leche; puede que todo esto, en el terreno simbológico, contribuya a
construir un nuevo lenguaje con el que sobrescribir el anterior. O no. Lo que
parece claro es que necesitamos redescubrir los signos que nos rodean, volver a
poseernos, sacudirnos de todo aquello que no somos.
Todo nuestro edificio está
agrietado. Sus cimientos son frágiles, como nosotros. La imagen dicta nuestra fortaleza, amparada en un supuesto confort y bienestar,
pero acumulamos un malestar latente (“El
enjambre interior”, p. 27), la “revolución
latente” de Baudrillard, pues en el fondo sabemos que todas nuestras decisiones, en el nombre de la
felicidad, ya están tomadas. Nuestra vida kit nos aleja de ese “ahora absoluto”
y los síntomas, la fatiga —mal del siglo de la sociedad moderna—, los
despachamos con ocio y medicinas.
Somos fantasmas: alguien nos
sueña. Hablamos una fantasmagoría: el significado “real” ha desaparecido y es
su fantasma el que se pasea de signo en signo, sin llegar a estar en ninguno,
como el deseo. Fantasmas en un mundo en el que todo remite a otra cosa, en el
que los cuerpos son mercancía que
adquiere su valor como objeto de consumo (“Piensa
en tu reflejo escindido en el escaparate. Consume tu cuerpo”, p. 46), un
mundo de saturación de voces, luces, carteles, anuncios, máquinas, es un mundo
blanco por acumulación y mezcla, un cóctel de signos (“Aumentando el microscopio: un signo dentro de un signo dentro de otro
signo: ruido”, p. 33) que representan este gran simulacro sublimado cayéndose a pedazos (“[…] cada veintitrés fotogramas se inserta el rostro en descomposición
de Ava Gardner […] El decorado es inmenso”, p. 43). Pero es nuestro mundo
y, como escribe Raúl Quinto, “No hay otro
lugar. No hay otro tiempo. Solo el aquí” (p 46). Este es nuestro tiempo mítico, la profecía somos nosotros.
Ruido blanco empieza con el
pesimismo de “Cero” y termina con el significativo “El ancla”. Forjar un ancla significa construir un
asidero que no sea autodestrucción y que ha de partir de nosotros mismos. Sólo
hay que mirar ese terreno arrasado y desposeído que llevamos adentro, atreverse
a descubrir las contradicciones que albergamos. Estaremos cabreados y no
tendremos miedo.
El ancla
Ahora forjo un ancla. Una
forma
afilada que enturbia el fondo
del océano,
como el anzuelo que desgarra
la piel del pez sin atraparlo.
Entonces, las escamas y la
herida.
El limo suspendido contra la
dura roca.
Y la intemperie del adentro.
(p. 50)
Raúl Quinto nació en
Cartagena (Murcia) en 1978. Es licenciado en Historia del Arte y trabaja como
profesor en Almería. Ha publicado los libros de poemas Grietas (Dauro,
2002; reeditado junto a Poemas del Cabo de Gata, La Garúa, 2007), La piel del vigilante (DVD,
2005) y La flor de la tortura (Renacimiento, 2008),
así como el libro de ensayos híbridos Idioteca (El
Gaviero, 2010). Traducido a varios idiomas y ganador de algún que otro premio,
ejerce la crítica literaria en la revista Quimera y colabora asiduamente con
periódicos como La Voz de Almería. Realizó la dramaturgia de la obra de danza
contemporánea Fronteras para
la compañía Da.Te. Danza.
Reseña publicada en Tendencias21
Magnífico post. Enhorabuena
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