La claridad, Marcelo Luján

Nunca sabe uno si compensa. El mal rato, la incomodidad, por cierto morbo subvencionado por un prurito de exhibición narrativa. Pasa con Haneke y sus películas, obras maestras difíciles de digerir. Luján merodea este terreno pantanoso del arte minado y, de paso, orienta sus relatos con una especie de exégesis moralizante a través de títulos y citas, esa parafernalia muchas veces prescindible. El texto en bruto siempre es la verdadera revelación. Este thriller psicológico, tan perturbador, no debiera quizás enlodarse con un camino tan trazado, tan de parábola, a la propuesta moral. O sí, no sé. El gótico sureño, por ejemplo, se mantiene en esto más aséptico, muestra sin atreverse a dirigir el dedo. El dedo lo ponemos nosotros.

Aparte esta reserva, Luján arma un escenario –sí– moral ciertamente meritorio y atractivo. Lo atroz humano siempre concita nuestra mirada y nuestro dedo. Y cuando nuestra mirada ya se ha hecho a ese escenario, todo fluye. La desazón acude a nuestro requerimiento, la tristeza más perfecta, la que incorporamos a nuestro bagaje vital como si nada, por ese fluir que ya nos une al relato como la vena al ventrículo que abandona. El tono ya se nos ha hecho natural: un filo de navaja que soporta el peso de las acciones, siempre a un paso de sajarnos con la misma espontaneidad con la que sale el sol e ilumina la hierba o la ciudad. De la cama a la cuneta hay un suspiro. El narrador se nos ha entrañado también con su letanía anticipatoria, ese vicio de ir adelantando la profecía para (des)hacernos el cuerpo. La exhibición narrativa juega aquí con ese décalage entre el tiempo de la historia y el tiempo del relato. El narrador se vuelve como esos cuentacuentos antiguos que tiran de ganchos para mantener en vilo la atención de un oyente / lector que ya estaba ganada. Un tipo de formulismo épico con el que devenimos temporalidad: el Relato nos ha cubierto con el moho de su eternidad. La literatura es necesaria. Atesora una urgencia elemental en el que la Ficción aventaja por muchos cuerpos a la Verdad, incluso aunque esta se declare un subproducto de aquella.

Todo relato es una gotera en medio de la noche. Y uno quiere más. Más camping, más carretera secundaria y más cerro. Uno quiere más de unos relatos que son, por separado, pequeñas revelaciones precisas, limpias y bruñidas, pero que también funcionan en conjunto, como matrioskas interdependientes, imbricados en una malla de cotidianidades afiladas: una navaja rondando el cuello de la molicie. Nada de molicie. Aquí todo son aristas, ángulos y tensión. Lo macabro se desliza entre las historias como una columna vertebral retorcida, como fantasmagorías inquietantes. Historias que buscan la leyenda, el folclore, lo popular en su dimensión estremecedora, en su voluntad de vigilia afilada, con la imagen del hilo de sangre resbalando por la piel como talismán y anunciación. Relatos que van puliéndose en una deriva luminosa hasta llegar al último, un ejercicio de sutileza y profundidad que sella, anuda y alza esta claridad, su telón o párpado, el mundo creado para alumbrar las zonas oscuras que nos conforman. Relatos cuya sobriedad lingüística los robustece de verosimilitud a propósito de unos personajes y unos escenarios íntimos torcidos y empapados del toque nostálgico de la retrospectiva. Historias al calor de una lumbre primitiva, la lumbre de la oralidad, que nos resuena vívida como un tambor de piel y recuerdos, de penumbras y claridades.

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