Pelea de gallos, María Fernanda Ampuero


Ampuero juega a estremecer al lector con violencia a secas, ni siquiera explícita aún, con su anuncio o su balbuceo, apresándolo en un secuestro deliberado y al que uno se presta víctima de un extraño deleite. Maniatado por dejación. Si atendemos a la temática, nada de juegos. Aunque el terror, tan realista, tan de telediario, visto desde las alturas, no deja de ser eso: la manera en que se sajan unos atormentados. Lector atormentado, lector felizPero hay más. Ampuero domina esa artesanía de crear atmósferas opresivas, esa incomodidad donde uno se arrellana y despanzurra tan ricamente. Cuentos nada cándidos, excelentemente construidos, sureños, de ese blanco de las fantasmagorías y los hálitos en un espejo. El rito de la adolescencia, tránsito abrupto al mundo adulto donde nada más hay violencia, donde todo es temor. Esa pérdida del paraíso de la niñez que acontece cuando uno no ha dejado aún de ser niño. En esa tensión se libran las historias, que cuentan muy bien y callan aún mejor. Pero su paleta es frondosa, casi exultante en su naturalidad y su sencillez. Y en su eficacia. Los relatos comparten un tejido más que férreo, una malla narrativa que entusiasma también en lo pequeño, esos detalles que levantan la casa que es todo libro. La mano de la muerta saliendo de una sábana como diciendo «chao, ahí se quedan». Escenas recortadas de una memoria hecha escritura, o una escritura hecha memoria, sin antes ni después, la escena ahí al desnudo, extendida como una sábana limpia sin más. Uno ya sabe que esta voz es camaleónica y siempre convincente.

El fracaso y la desesperación planean como las dos caras de una moneda que se vuelve violenta, dañina, inmoral. Y de todo esto se saca algo más que el morbo. Se saca, se destila literatura de una aceleración brutal, un misil fascinante que viéramos abrirnos como la panza de la tierra. El fracaso y la desesperación también pueden ser, a su manera tortuosa, un principio de amor, una tierra, una filiación. Un amor desfigurado, el amor de la fealdad, la demencia, lo nefando, pero un amor donde desampararse y vivir como si fuera morir. Ampuero nos arroja a un fuego elemental de donde salimos, nos pone en contacto con una tierra mítica de dolor e ignominia. Por eso hay un trasunto bíblico, un eccehomo vergonzoso de sabernos merecedores de estos relatos de una infamia tan humana, tan hermosa y abrumadora.

Gusta Ampuero de jugar sus cartas y refundar lenguaje y su mitología. La mujer en el centro de un discurso sin odio pero comprometido con la denuncia del sufrimiento. La mujer antes del mesías, el sacrificio de ella antes que el de él pues el primero hace posible el segundo. La violencia, como una plaga, como el mal, cae a plomo y lo cubre todo sin resquicios, se ejerce hacia ella, callada, atravesada, molida en la sombra, arrebatada su blancura, deshecha en un llanto sordo que es el que se siente en estos relatos. La mujer en la cruz, recuperando su simbología de la que también fue desposeída. Ahí está la escritura de Ampuero, magistral en su viveza, en su bestialidad y en su belleza. Y en su volatilidad, su filigrana para adelgazarse y espesarse. Los últimos relatos pierden lastre de la furibundia inicial y se vuelven algo más introspectivos, retratando una intimidad allanada, algún pequeño y pírrico triunfo de la cotidianidad más infeliz, esa que vuelve a remitir a la violencia como norma de vida, de una vida rastrillada, macerada y puesta a tender para el viento de la indiferencia.

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