'Herida en cuatro tiempos', Claudio Rodríguez
No sé si fue aquella vez en Jun, cuando llevé en coche a mi amigo el poeta a una lectura organizada, creo recordar, para la llamada tercera edad. Jun entonces se había granjeado cierta notoriedad por ser pionero en nuestro país en materia de tecnología informática, transmitiendo online desde plenos hasta actos culturales, cosa que unos años atrás tenía su aquél. Como llegamos con tiempo, después de aparcar entramos a un bar cercano, uno de esos de provincias, genuinos, donde uno tiene la certera sensación de ser un forastero. Ya en el centro cultural, acomodamos unas sillas en círculo, no más de diez, y, a diferencia de esos actos a los que acude gente de renombre, (por ejemplo, presentaciones de libros, conmemoraciones, etc.), los cuatro gatos, canosos y despreocupados que allí estábamos nos dejamos llevar sinceramente en una conversación amena. Como sucede cuando se sabe que lo que hacemos no tiene importancia y que, si la tuviera, no lo disfrutaríamos. Y, sin embargo, claro que tuvo importancia: aquí estoy yo recordándolo, yo que he asistido y me he aburrido o he ambicionado –es lo mismo– en decenas de lecturas de esas a las que acude gente de renombre.
Hoy he cogido el tomo de Poesía completa (1953-1991) de Claudio Rodríguez, en edición de Tusquets, y he abierto el libro por la página 223, justo en el poema que abre el libro "El vuelo de la celebración". Claudio Rodríguez escribió este poema después de que su hermana menor fuera apuñalada en plena calle en un crimen pasional. Dijo el poeta que la escritura del poema le ayudó a seguir adelante.
"El vuelo de la celebración" es de 1976. Más de cuarenta años después, este poema tiene una vigencia lamentable que nos acusa de inhumanidad y sinsentido. En este verano del año 2015 donde el terror de la violencia contra la mujer –y contra los hijos– resulta incomprensible, quizás debamos detenernos y respirar la belleza y el dolor de estos versos del genial poeta Claudio Rodríguez.
No estoy seguro sobre si Juan Andrés leyó entonces este poema. Pero recuerdo la imagen de la almendra, dicha por él, con una trágica belleza, uno de esos hallazgos que asombran y estremecen.
HERIDA EN CUATRO TIEMPOS
I
AVENTURA DE UNA DESTRUCCIÓN
Cómo
conozco el algodón y el hilo de esta almohada
herida por
mis sueños,
sollozada y
desierta,
donde crecí
durante quince años.
En esta
almohada desde la que mis ojos
vieron el
cielo
y la pureza
de la amanecida
y el
resplandor nocturno
cuando el
sudor, ladrón muy huérfano, y el fruto transparente
de mi
inocencia, y la germinación del cuerpo
eran ya casi
bienaventuranza.
La cama
temblorosa
donde la
pesadilla se hizo carne,
donde fue
fértil la respiración,
audaz como
la lluvia,
con su
tejido luminoso y sin ceniza alguna.
Y mi cama
fue nido
y ahora es
alimaña;
ya su
madera sin barniz, oscura,
sin amparo.
No volveré
a dormir en este daño, en esta
ruina,
arropado
entre escombros, sin embozo,
sin amor ni
familia,
entre la
escoria viva.
Y al mismo
tiempo quiero calentarme
en ella,
ver
cómo
amanece, cómo
la luz me
da en mi cara, aquí en mi cama.
La vuestra,
padre mío, madre mía,
hermanos
míos,
donde mi
salvación fue vuestra muerte.
II
EL SUEÑO
DE UNA PESADILLA
El tiempo está entre tus manos:
tócalo, tócalo. Ahora anochece y hay
pus en el olor del cuerpo, hay alta marea
en el mar del dormir, y el surco abierto
entre las sábanas.
La cruz de las pestañas
a punto de caer, los labios hasta el cielo del techo,
hasta la melodía de la espiga,
hasta esta lámpara de un azul ya pálido,
en este cuarto que se me va alzando
con la ventana sin piedad,
maldita y olorosa, traspasada de estrellas.
Y en mis ojos la estrella, aquí, doliéndome,
ciñéndome, habitándome astuta
en la noche de la respiración, en el otoño claro
de la amapola del párpado,
en las agujas del pinar del sueño.
Las calles, los almendros,
algunos de hoja malva,
otros de floración tardía, frente
a la soledad del puente
donde se hila la luz: entre los ojos
tempranos para odiar. Y pasa el agua
nunca tardía del Duero,
emocionada y lenta,
quemando mi infancia.
¿Qué hago con mi sudor, con estos años
sin dinero y sin riesgo,
sin perfidia siquiera ahora en mi cama?
¿Y volveré a soñar
esta pesadilla? Tú estate quieto, quieto.
Pon la cabeza alta y pon las manos
en la nuca. Y sobre todo ve
que amanece, aún aquí,
en el rincón del uso de tus sueños,
junto al delito de la oscuridad,
junto al almendro. Qué bien sé su sombra.
III
HERIDA
¿Y está la
herida ya sin su hondo pétalo,
sin
tibieza,
sino
fecunda con su mismo polen,
cosida a
mano, casi como un suspiro,
con el
veneno de su melodía,
con el
recogimiento de su fruto,
consolando,
arropando
mi vida?
Ella me
abraza. Y basta.
Pero no
pasa nada.
No es lo de
siempre: no es mi amor en venta,
la desnudez
de mi deseo, ni
el dolor
inocente, sin ventajas,
ni el
sacrificio de lo que se cotiza,
ni el
despoblado de la luz, ni apenas
el tallo
hueco,
nudoso,
como el de la avena, de
la
injusticia. No,
no es el
color canela
de la
flaqueza de los maliciosos,
ni el
desencanto de los desdichados,
ni el
esqueleto en flor,
rumoroso,
del odio. Ni siquiera la vieja
boca del
rito
de la
violencia.
Aún no hay
sudor, sino desenvoltura;
aún no hay
amor, sino las pobres cuentas
del engaño
vacío.
Sin rendijas
ni vendas
vienes tú,
herida mía, con tanta noche entera,
muy
caminada,
sin poderte
abrazar. Y tú me abrazas.
Cómo me
está dañando la mirada
al entrar
tan a oscuras en el día.
Cómo el
olor del cielo,
la luz hoy
cruda, amarga,
de la
ciudad, me sanan
la herida
que supura con su aliento
y con su
podredumbre,
asombrada y
esbelta,
y sin sus
labios ya,
hablando a
solas con sus cicatrices
muy
seguras, sin eco,
hacia el
destino, tan madrugador,
hasta
llegar a la gangrena.
Pero
La renovada
aparición del viento,
mudo en su
claridad,
orea la
retama de esta herida que nunca
se cierra a
oscuras.
Herida mía,
abrázame. Y descansa.
IV
UN REZO
¿Cómo el dolor, tan limpio y tan templado,
el dolor inocente, que es el mayor misterio,
se me está yendo?
Ha sido poco a poco,
con la sutura de la soledad
y el espacio sin trampa, sin rutina
de tu muerte y la mía.
Pero suena tu alma, y está el nido
aquí, en el ataúd,
con luz muy suave.
Te has ido. No te vayas. Tú me has dado la mano.
No te irás. Tú, perdona, vida mía,
hermana mía,
que esté sonando el aire
a ti, que no haya techos
ni haya ventanas con amor al viento,
que el soborno del cielo traicionero
no entre en tu juventud, en tu tan blanca,
vil muerte.
Y que tu asesinato
espere mi venganza, y que nos salve.
Porque tú eres la almendra
dentro del ataúd. Siempre madura.
Joder, Claudio. Si lo hubiese sabido cuando te conocí en la Prospe. Te solía ver por los bares; hablábamos de Eliot, ¿te acuerdas? Me dijiste que incluso lo habías conocido, y traducido. Y el vino... Un abrazo eterno sin fisuras.
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