La comedia de la carne, Carlos Pardo
Nunca he hablado con Carlos Pardo. Imagino su inteligencia, su agudeza, su facilidad para hacer conexiones sorprendentes entre lo más diverso y esa afilada ironía que subyuga porque al mismo tiempo es una ternura casi terrible. Su sentido crítico, esclarecedor pero sin academicismo, procede o desemboca en un sentido de la vulnerabilidad entre elegante y travieso. Imagino que por eso resulta, desde tantos ángulos (poeta, crítico, novelista, pinchadiscos, ser humano), especial, o sea: querible. La primera vez que leía estos poemas sentí que era algo ilusionante, a pesar de (o gracias) a su desencanto, por poder acceder –primero como polizón y luego ya casi nativo– en su discurso tan fresco y desacomplejado. Y me iba identificando pero sobre todo me iba acostumbrando a esa voz que, sin haberla escuchado nunca (creo), se me hacía familiar y casi necesaria de un modo digamos madurativo.
Del Diario de un poeta recién casado a las Cartas de cumpleaños (Hughes) y a La belleza del marido, Carlos Pardo transita esa distancia media que procura la ironía, como mecanismo de lo que sea, y al rescate de aquello otro que seamos. Y quizá eso era lo ilusionante. Estar siendo rescatado, una vez más, para la causa poética y para la vital.
Dos cosas más. La intimidad es transferible y la mirada también se puede prestar. Dos lecciones que disfruto con un filo de admirada irritación: incluso en lo vulgar, también en la cansina cotidianidad, ahí donde hay un fondo de tristeza que sublimar. Este afán contradictorio donde todo cabe representa bien nuestro jornal diario de belleza. Un oficio tan digno, el de trabajar con las manos eso que nunca más seremos pero que tampoco dejaremos de ser. Todo con esa sensación de que Carlos Pardo siempre va un paso por delante y que, al intentar alcanzarlo, uno cree que avanza, uno fantasea con que va acompañado.
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