A su imagen, Jérôme Ferrari


Quizás la velocidad de contagio de cierta belleza le es exclusiva a la escritura. Quizás toda la existencia no sea más que un modo de escritura. Esta rapidez es solo comparable al modo tan abrupto en que, como un corte en el brazo, se precipita esa misma existencia. Un ciclo de pérdidas y de gracias que, reconcentrado, no deja de posarse en nuestra mirada con sutilezas y atenciones vivamente afectuosas.

Una nostalgia entre las manos. Eso es lo que administra Antonia con su exuberancia aún niña. La cámara de fotos construirá su mirada y su manera de acariciar el mundo, de encontrárselo y devolverlo ajusticiado por la belleza de la imagen: el puro presente. Un libro que nos arroja a la escritura es un libro siempre fundacional, siempre nuevo, siempre estricto en su laxitud y hermoso en su amargura. La cámara de fotos es el amuleto que aparece en nuestras manos con forma de libro, transubstanciado, incitante, de una claridad nerviosa. El nerviosismo y la desazón de ir vistiendo a un muerto, de ir apropiándoselo a fuerza de gestos delicados, sabiendo que se despeñó con su coche. La nostalgia ya es un mar inabarcable, ha invadido el tiempo en todas direcciones como una mancha negrísima y a la vez enamoradiza.

La cámara somos nosotros, fijándonos en la superficie tersa de la vida transcurrida. Y uno se siente aliviado de golpe, aligerado de la presencia expansiva de la autoficción. Aquí la narración es fresca, escuece donde debe hacerlo y se retira cuando es necesario. Los personajes son sorprendidos en su intimidad como es preceptivo por la omnisciencia de la literatura, con su inconfundible sabor a clásico. El tiempo del relato salta hacia adelante y retrocede, traza un perfil angustioso por irremediable. El encariñamiento aturde al pensar en el rigor mortis: la boca tapada en el féretro, la mandíbula acaso desencajada, un hematoma en el ojo. Y acto seguido Antonia buscando las bragas bajo el asiento del copiloto. O sacando fotos al gran incendio que casi calcina el pueblo.

Antonia convive con el FLNC, una organización armada de la Córcega nacionalista, uno de cuyos integrantes, encapuchados, matarifes y carcelarios, Pascal B., la saca del anonimato para elevarla a chica del gánster. Nada de esto impresiona a quien sufre la rutinaria frustración de no alcanzar la plenitud del ojo fotográfico, más inclinado hacia una épica real que hacia el vodevil localista que la rodea y del que es incapaz de salir.

Toda la historia está enmarcada en una grave parafernalia religiosa, siguiendo la liturgia cristiana para el sepelio de nuestra protagonista, a medio camino siempre entre este reino y el otro. La homilía de su tío sacerdote es, en realidad, una miniaturización del libro que exhibe la misma complejidad que este personaje, protagonista a la sombra, con tantas aristas que daría para otro libro, o que da para su libro que es este. La voz narrativa se vuelve precisa, enérgica y llena de audacia cuando suplanta al tío, cuando da cuenta de la zozobra de este párroco encarado con la muerte de su sobrina en una fe inerte, asqueada de sí misma y de la falta moral y la mediocridad de los feligreses. El párroco es el verdadero lobo estepario que observa el mundo entre la carcajada y la náusea. Instantánea terrible que remite al motivo central de esta historia: la fotografía. Un arte que en nuestros días ha ascendido a un altar de mística y miseria a partes iguales. Nuestra era de la imagen sigue manteniendo esa inclinación a retratar crímenes o bodas con la misma inocencia, sin prestar atención al testimonio que así levantan contra sí mismos. En A su imagen la fotografía convive y da fe de un tiempo de barbarie. Una guerra, como todas, atroz e inhumana ante el objetivo y su mueca de responsabilidad histórica.

Hay en este libro un relieve de crónica social donde la historia se nos presenta espeluznante y fatídica, retratada en su ceguera olvidadiza. Nuestra época no se caracteriza precisamente por una cima de paz interior ni por un virtuosismo moral, muy al contrario nuestros revelados testimoniarán las fauces propias desgarrándose pureza. El simulacro, como dijo Baudrillard, la parodia, el hedonismo maquiavélico, la manipulación lucrativa, todo un conglomerado de tintes distópicos. No es extraño que la imagen sea nuestro becerro de oro, la imagen solipsista, el mercadeo del yo, nuestra venta al por mayor a cambio de ilusionismo interesado.

Hay en esta historia páginas memorables, en retrospectiva, bajo la contundencia de la inmoralidad y la crueldad que causaría tanto horror como indiferencia a nuestros ojos opacados de saturación y de contraste, de telediarios y publicidad, lo mismo es. El repaso bélico a la Europa de los noventa, con predilección los Balcanes, sirve de telón de fondo al devenir personal de Antonia, de alguna forma atrapada en unas coordenadas espaciales y temporales tan concretas que siente la urgencia de liberarse y sublimar aquello que ella sabe: su vocación está por encima de su filiación. Y sentir la adrenalina, el vértigo, la caída al vacío. La guerra y la fotografía ofrecen el mejor paquete turístico para la sensación de vacío que empieza a asfixiarla.

El ciclo del miedo y del dolor se cumple, eso nos dice A su imagen, un libro abierta y dolorosamente lírico en la exposición del sufrimiento humano más absurdo, el que se infringe a sí mismo por esa ciega voluntad que nos guía hacia unas profundidades que ya no se sabe si pertenecen a este mundo. La banalidad de la existencia se hace mucho más vívida ante el sinsentido. Este libro, a su manera, recluta fieles para una paz perpetua que quizás sea otra ilusión tanto más obscena. Otro contraste más: el libro, que se construye sobre una estructura de religiosidad y devoción, no puede ser más iconoclasta y más descreído. Entre el desesperado asidero de la fe y la imposibilidad real de cualquier cosa en que creer. En esa región tan lírica y tan desgarradora habita esta historia que es la historia de la humanidad, su caída, su cumplimiento, su simpleza y su parafernalia, como títeres maravillados en su propia función.

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