Que se contradicen, Carmen Rotger

Leo los primeros textos de Que se contradicen (Pre-textos, 2024), de Carmen Rotger, y pienso en el ritual en la salmodia y en que la repetición, aunque solo exista en el pensamiento, ayuda a mejorar el mundo y a mejorarse (remendarse) uno mismo, porque nos centra, nos orienta y nos direcciona: nos da un cobijo. También pienso en lo imposible, esa categoría de lo pensable, ese rincón cómodo de la inexistencia, como si vivir pudiera parecerse a descorchar botellas a cada instante para no pensar en lo otro, precisamente en lo que no puede ser vivir.

Hay una transgresión voluntaria y juguetona que parece sostenerse –y justificarse– en ese vacío de sentido (¿por una enorme y colosal pérdida?) que opera como telón de fondo y que, lejos de provocar la mirada nihilista (autocomplaciente), crea un juego especular y transgresor, un divertimento que se percibe casi trágico y que quizás sirva de punto de partida. La mueca irónica, pues, bien pudiera ser una llamada de auxilio o una especie de solidaridad vacante en busca de un sitio (de un lector, incluida la autora) en que aposentarse. La poesía, después de todo, tal vez pudiera aspirar a ser eso: un territorio amplio y acogedor para el (re)encuentro.

El punto de partida es también el de llegada, un encuentro que, paradójicamente y a modo de mantra, se empeña en negar la soledad que una y otra vez se afirma. Así que ya tenemos el eje: soledad y compañía, es decir, yo y el otro. Y a propósito del encuentro, cito las siguientes palabras de Juan Arnau en su estudio sobre el filósofo Nāgārjuna: «Berkeley solía decir que el sabor de la manzana no reside en la manzana misma, ni tampoco en la persona que la saborea, sino en el encuentro entre ambas.»

Carmen Rotger nos sitúa ante una belleza en apariencia incomprensible, inasible por el método habitual, que exige soltar amarras, que pide renuncias, esquivar las servidumbres y abrirnos a una insólita libertad. La técnica alegórica contiene, como un tesoro, un camino intuitivo. Nos va calando un canto, entre onírico y alucinante, a la confusión que nos gobierna y que aquí emprende un sentido nuevo: es una confusión que ordena, alivia y entusiasma. Se podría hablar de sublimación de la existencia, pero esta confusión es un círculo concéntrico más dentro de otro mayor, el de la soledad, hecha juego de espejos, convertida en dialéctica con un otro nacido del yo pero que lo confronta y que lo contradice desde su vacío, desde el propio yo sin argumento, sin narrativa, en palabras de Carmen Rotger: «no racional sino musical». Y aquí la autora nos lanza un aviso: cada texto va componiendo un puzle que el lector, acostumbrado a estas escaramuzas discursivas, siente primero la tentación de descifrar para luego entregarse, ya sin reservas, a un disfrute afectivo. Y es entonces cuando somos correspondidos: algo va floreciendo bajo nuestra atenta mirada de paseantes.

Este libro tan extraño solo en apariencia contiene un alegato en favor de la falta de sentido como motor, como impulso de un movimiento más generoso que el que proporciona el propio sentido. La contradicción, queda demostrado, resulta fecunda. Un libro que, desde el artificio, apuesta por la comunicación funcional y sincera, que reniega de etiquetas y poses y que denuncia lo falso asumido como verdad, ese excesivo logocentrismo que asfixia una emocionalidad caudalosa y exacerbada.

Todo el plano textual está milimétricamente construido sobre una especie de disociación entre el yo y el mundo. Los recovecos por donde uno y otro comunican son estos textos en hilera que parecen ejercicios de libre asociación, trozos de conciencia escritos desde ese no lugar que supone la escisión íntima de la identidad, el descubrimiento de haber sido arrojados al mundo con lo puesto. El nuestro, viene a decirnos Carmen Rotger, es un insalvable estado de carencia existencial, representado aquí por el símbolo de la sed. Y lo nuestro es esta necesidad de reafirmarnos o negarnos con o contra esa otredad que, sin saberlo, contiene el misterio mismo de la existencia.

Destaca la audacia formal y conceptual de este libro-artefacto que, pese o tal vez gracias a su carácter experimental, emociona y resulta creíble. Un libro que desafía géneros y que logra un potencial raro y hermoso, inquietante y tranquilizador, desde cierta escritura del autoconsuelo (un libro que habla de terapia es una terapia) y con ese carácter propedéutico de poner en práctica los propios presupuestos teóricos. 

Como sucede con los buenos libros, aquí Carmen Rotger hace una radiografía del sujeto moderno en su tiempo, un sujeto escindido en una época enferma que hace de la autodestrucción o de la insensibilización su obsceno estandarte. Si aquí hay autoayuda es en el mejor sentido, como la hay en el Quijote o en Pessoa. Pero lo que aquí hay, sobre todo, es desgarro y verdad, talento e innovación.





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