El tiempo de Juan Manuel Gil
Esta es la presentación que he hecho esta tarde de Mi padre y yo. Un western (El Gaviero, 2012) de Juan Manuel Gil en Granada:
Escribe
Alejandro Zambra un breve ensayo titulado El
tiempo de Natalia Ginzburg donde cuenta su experiencia como lector de la
escritora italiana: “El descubrimiento de un gran escritor de alguna manera
modifica todo lo que sabíamos o creíamos saber: sus libros estaban a la espera
desde siempre, y es poco o nada lo que podemos decir sobre ellos. Incluso
deseamos haberlos leído antes, como si no bastara el momento presente”. A
continuación, explica cómo, algunas veces, el deseo de compartir nuestras
lecturas rivaliza con el impulso de esconderlas. Su descubrimiento de la autora
le resultó tan deslumbrante que divaga con la idea de un futuro en el que, al
ser preguntado qué fue de su vida durante aquellos meses, simplemente responderá,
con alegría, que había estado leyendo a Natalia Ginzburg.

En Léxico familiar Natalia Ginzburg nos
cuenta la historia de su familia, judía y antifascista, y consigue retratar su
tiempo pero no desde el testimonio histórico, sino desde las frases gruñonas de
su padre, las ocurrencias de su madre, el lenguaje perdido de su comunidad. No
idealiza; al contrario, desdramatiza, busca los matices en la memoria y no en
la literatura, pero a la vez entiende la literatura como única forma de
expresión.
Me ha parecido
oportuno volver a estas palabras de Alejandro Zambra sobre la autora italiana
porque los puntos de contacto que encuentro con el caso de Juan Manuel Gil son
llamativos. Almeriense con varios libros publicados, uno de poesía (Guía inútil de un naufragio) en la
prestigiosa y desaparecida editorial DVD, el otro de narrativa (Inopia) también publicado en El Gaviero,
Juan Manuel, como Ginzburg, no encontró su estilo en la virtuosa imitación de
los poemas de moda, sino en la sobremesa familiar. Como ella, ha escrito no
para cerrar unos diálogos y, con ellos, su experiencia, sino para participar en
ellos otra vez y, de paso, tendernos una mano a sus lectores ofreciéndonos formar
parte de ellos. Leer este libro es recordar los libros propios que no hemos
escrito pero quisiéramos escribir para devolverle la mano a Natalia y a Juan
Manuel.
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Supe de este
libro por casualidad como por casualidad estoy aquí hoy hablando sobre él. Enseguida
me llamó la atención la cuidada edición imitando el formato de las antiguas novelas
del oeste, género del que, nos cuenta Juan Manuel, su padre era un lector incansable.
Lo leí en una tarde, en realidad, en quince minutos, pero su lectura no terminó
cuando cerré el libro. Lo que voy a leer a continuación, antes de dar paso al
autor, es el texto que escribí, a modo de reseña, sobre Mi padre y yo. Un western.
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YO: ¿Papá, quién ha arreglado el termo?
MI PADRE: Sí.
(p. 13)
A pesar de cosas como esta, nada en
este libro es absurdo. Al contrario, este librito de 37 páginas con prólogo del
mismo autor es un calculado mínimo artefacto. Un libro que siempre da más:
se lee en diez minutos pero también esto es una apariencia, porque se vuelve a
leer una y otra vez, porque apetece. Un libro que merece más de una lectura es
un buen libro.
Hay un
juego ficcional sobre la autoría del libro. ¿Lo escribe el autor a partir de lo
que dijo su padre? ¿Se lo inventa todo? Este recurso narrativo del manuscrito
encontrado, dicho por otro, transcrito o inspirado en otro, tan tradicional, en
un libro tan digamos exótico es parte del artefacto. Además del prólogo, está
formado por brevísimos diálogos, muchos de dos intervenciones, llegando a
admitir acotaciones, lo que los legitima como textos teatrales.
La figura
del padre, burlona, cínica, evasiva en sus respuestas, es el tema central. Los
diálogos al teléfono, a veces instantáneas delirantes, sortean con ingenio el
riesgo de caer en la humorada fácil. Ser gracioso es todo un arte, nadie lo
duda, y este padre no desmerece en sus conversaciones telefónicas al mejor Gila
haciéndose el loco, jugando al despiste, desbaratando un discurso que, sin
embargo, nunca pierde su sentido y, aún más, la emoción de fondo. Porque este
libro se convierte desde el prólogo en un emocionado
homenaje a la figura del padre, magnética, omnímoda, en la línea quizás de
la grandiosa Fun home de una
inspiradísima Alison Bechdel, o de Héctor Abad Faciolince haciendo lo propio
con su progenitor en el entrañable El
olvido que seremos. Juan Manuel Gil aborda el género del treintañero
nostálgico que tan bien están popularizando el italiano Ugo Cornia o la citada
Bechdel. En todos estos casos se da la presencia paternal como motor y
detonante de la silenciosa bomba emocional contenida en nuestros apellidos.
En la
dupla padre-hijo hay una química especial, obvia por una parte, pero
inesperada. El hijo busca consejo y el padre devuelve un chiste tras otro. Y
sin embargo el hijo aprende. Un método de enseñanza por evasión, por desvío,
por silencio. Encuentro aquí esa
creencia en que la verdad está en el interior de uno mismo. Una mayéutica
desmitificadora y necesaria para cambiar el punto de mira y decirse de vez en
cuando no es para tanto, nada de lo
que hacemos es para tanto. Ni siquiera la escritura.
MI PADRE: ¿Qué buscas en ese cajón?
YO: Mi cuaderno.
MI PADRE: A ver si me vas a perder algo importante.
(P. 24)
Y hacerlo
desde el humor y desde el amor, en ese duelo
dialéctico de pistoleros, afilado y tierno como una tira cómica que enseña
de un golpe de vista más que cien páginas de otra cosa. Construirse una
presencia, una voz y un espacio, infundir respeto y admiración a partir del
silencio. Esa lección vital que Juan Manuel Gil, personaje, le debe a su padre,
personaje, y nosotros a los dos. La pega, quizás la única pega que le puedo
encontrar a este libro es que termine en la página 37. El lector queda a la espera
y esto, quedar pendiente de una espera que es casi lo mismo que decir albergar
una esperanza, debe de ser un mérito añadido atribuible a ese padre y su manía,
mal que nos pese, de callar a tiempo.
YO: Domingo soleado en el sur. ¿Se puede pedir más?
MI PADRE: Silencio.
(p. 17)
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