Otoño, Ali Smith


El caos controlado de narrar y el contraste

Enseguida cae uno en la cuenta del hechizo: se mecería sin fin en esta nana o letanía brumosa de la demencia aún primeriza. El tono lírico, ligeramente hímnico si no fuera por lo elegíaco, la cosa esdrújula de estas palabras de Hamelín, palabras voladizas cercenando el mismo lugar de la enunciación, un sujeto que hace de interlocutor a ratos pero que no se muestra. Esta audacia de lo conversacional, de lo revelador, esta dificultad de la página conmovida. Para empezar: habilidad de amanuense. 

La interrupción en la frase, el resuello lírico, el ritmo corto, la salmodia, lo recitativo abrupto. El efecto es notable. Esto y jugar a la confusión, al desorden de ofrendar una voz intermitente y de ultratumba, la de ese escurridizo viajero del tiempo llamado Daniel Gluck. Después, la ortodoxia. Zarandeado el sabueso lector, Elisabeth, niña a ratos, nos impone cierta sensatez no exenta de una complaciente audacia mental. La agilidad, la ocurrencia, dentro, ya sí, del caos controlado de narrar.

Esta divisoria marca los dos polos del libro, las dos mitades entre las que se establece la relación de complicidad. Juventud y vejez, cordura y locura, vida y casi muerte. El hilo que pespuntea es el pulso de la narración. Un material narrativo quizás previsible, efectista, mercancía peligrosa con el que puede uno incendiarse literariamente. El estilo es desgarbado, estimulante, sobrevuela la emoción a distancia, con el desapego justo para no dejarla dominar, como si hubiera que protegerse de ella. Mantenerla a raya. Destaca el gusto por el contraste, tanto en lo lingüístico como en el contexto o en los personajes. Ali Smith construye esta historia sobre un juego de contrastes que le sirven para expresar el espíritu turbulento de un tiempo que, cuatro años después, en 2020, es aún más incierto y desasosegante. La confusión histórica trasladada fielmente a estas páginas donde lo humano lucha por no acabar reducido a una mala hierba del tiempo.

El viejo Daniel, tránsito entre dos mundos, es un filón. Permite con holgura trabajar el símbolo, el ambiente irreal, la confusión levemente surrealista. Retomar el hechizo literario a costa del enfermo terminal es un botín poco edificante. Pero la literatura opera así, como un chacal, como un carroñero que vende la mercancía ⎯esa emoción sin emoción⎯ al lector. Pacto de carroñeros.

Se agradece la dificultad. Hay que  confesar que nos gusta que la escritora tenga la deferencia de ponérnoslo difícil, que confíe en nuestra capacidad compositiva, que nos encomiende la tarea de completar lo que no está completo. El recurso de desordenar la trama resulta siempre tan de manual pero tan vigoroso. Una pedagogía del tiempo del relato, regla aristotélica de un solo tramo y, sin embargo, lance del que no todos salen airosos. Esta tecnología del tiempo del relato consigue un cóctel emocionante que nos congracia con unos personajes a la vez que se nos arrebatan. Tenemos constancia, en tiempo presente, de los hechos ya pasados, que se entremezclan con el otro tiempo, el actual presente ⎯aunque también pasado⎯, el tiempo del abandono o la pérdida.
 
Sentirse amado en la tierra

Antes de que la cosa se vaya por lo puramente experimental, por el limpio alarde estético, se planta esa ortodoxia de lo reconocible, de lo convencional. Entonces aparecen las líneas maestras de la trama: relación de amistad intergeneracional y ambiente de tensiones políticas. La solidaridad en medio del conflicto histórico, la humanidad entre desconocidos a través del telar raído de la historia. Da la impresión de estar leyendo política ficción, igual que podría parecerlo si ve uno un telediario cualquiera. La distopía ha dejado de tener sentido como ejercicio de ficción. El gusto por el diálogo de tipo socrático, entre el anciano mentor y la jovencísima aprendiz, en esa mezcla de tiempos, funciona con igual destreza a favor del compromiso afectivo con lo que nos presenta la trama, con la microtrama que atañe a la relación humana dentro de un contexto de gran agitación social, política e histórica: nuestro movido siglo XXI en las islas británicas, la corriente de populismos y fake news que han determinado el devenir mundial, desde Trump al Brexit.

Este «mentorado» reúne los fundamentos básicos exigibles: niña sin padre y con inclinaciones solitarias; adulto sin familia con inclinaciones artísticas y solitarias. Que dos outsiders se encuentren es siempre motivo de celebración y, en este caso, de libro. Trece años contra ochenta y cinco. La sombra de un tándem Springora-Matzneff no preocupa aquí, es solo una relación andariega, de largos paseos intelectuales, algo snob pero llena de sensibilidades y descubrimientos mutuos: «Los amigos de toda la vida, dijo él. a veces nos pasamos la vida esperándolos». La amistad es, por tanto, el exuberante motor de este libro que rueda con gracia, por momentos entrañable, y se aloja fácilmente en un lugar estratégico de nuestra memoria otra: esa memoria hacia delante que aún nos ilumina desde atrás, y donde pone delante-atrás podemos decir realidad-ficción, sin importar mucho el orden de los términos. Recuerda a aquel verso de un confesional Raymond Carver: ¿Y conseguiste lo que / querías en esta vida? / Lo conseguí. / ¿Y qué querías? / Considerarme amado, sentirme / amado en la tierra. Ahora, en palabras de Daniel: «No nos queda más que esperar, dijo Daniel, que al final las personas  que nos quieren y nos conocen un poquito nos vean como somos de verdad. En última instancia, eso es lo que importa, poco más». 

La libertad asusta

Un elemento importante, primordial, de esta amistad es que se basa en la palabra. La palabra viva, la oralidad, la que produce una vigilia de ensoñaciones, la que definitivamente ensancha nuestra mirada hacia dentro y hacia fuera. Justo eso que, a ojos de la autoridad moral y asustada de una madre, parece inmoral, censurable. La libertad asusta. Más si pone de manifiesto la incapacidad para aprehenderla, las limitaciones por un miedo genésico hecho joroba, golpe de pecho, ruido blanco.

El lenguaje obra por encima de restricciones genéricas. De pronto estás leyendo poesía, memorias, novela o crónica política. La técnica, el collage, como una puesta en abismo, está muy presente en la propia trama a través de los cuadros de Pauline Boty minuciosamente descritos, nexo de unión entre Daniel y Elisabeth. El arte, ante todo, es comunicación o aspira a serlo. Aunque sea esa comunicación solipsista de uno con(tra) uno mismo. Gracias a Daniel tenemos conocimiento precisamente de aquella Pauline Boty y su arte pop rebelde, feminista, precursor. Daniel es el soplo de aire fresco que incita a Elisabeth a guiar su existencia hacia horizontes más estimulantes que los que le proporciona su madre. Lo gazmoño pisoteado por el arte. Esa victoria pírrica y siempre relativa.

Introducción a la vida: la insignificancia

Cuando un Daniel nonagenario se hace a un lado, el foco recae sobre la investigación académica que una Elisabeth universitaria realiza en torno a la figura de Pauline Boty. Aquellos paseos con Daniel fueron una introducción al arte y a la vida, y han dado sus frutos. Elisabeth, rebelde, inconformista, curiosa, continúa una labor heredada. Añadimos, de este modo, el tratado estético sin perder de vista el asunto ético y social. El libro está férreamente enmarcado en unas coordenadas históricas muy concretas, con la crónica social de los movimientos feministas como telón de fondo. Toda esta amalgama de estilos sugiere el vicio de la mezcolanza en un libro que es varios libros, un tanto caprichoso, como hecho a impulsos, con multitud de desviaciones que se suman a los saltos temporales. Ese caos controlado de la vuela pluma con que Ali Smith costurea su particular estilo desgarbado y lleno de una espontaneidad trastabillada. Un centón, más o menos cabal, que propone no pocos itinerarios y no siempre agotados de manera convincente.

Las escenas más insignificantes son las que levantan este libro desde la verdad de una emoción pura y simple. Daniel y Elisabeth se acompañan contra la soledad, contra el abandono y contra el mismo destino inevitable. Una genuina simpatía como rara avis en el mapa afectivo de las improbables relaciones humanas, con setenta años de diferencia, algo esperanzador que no pocas veces roza la sencilla belleza del mundo. Itinerario que nos lleva a un Daniel ya centenario, convaleciente en una cama que es solo una parada, no la última acaso, del viaje por el tiempo que, parece, es la vida.

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