Te di ojos y miraste las tinieblas, Irene Solà


«La oscuridad era morada y bulliciosa, opaca, grana y azul a un tiempo, zumbadora, pecosa, ciega, espesa, honda y brillante a la vez. Estaba infestada de gusanos, de ramas, de temblores, de venas y de manchas indiscernibles que eran las paredes barrigudas de una habitación, el techo, una cama, una mesita de noche, una cómoda, una puerta y una ventana. Las tinieblas crepitaban.» Empezamos con una enumeración verdaderamente hipnótica y creo que esto puede ser un rasgo estilístico intencionado: oscurecer el discurso, darle forma de letanía, de mantra, de canto mistérico. Y una advertencia: se escribe como se siente y así debe ser.

Me dejaron este libro bajo aviso de que contenía, cito literalmente, «demasiada casquería», y estas palabras iban acompañadas de una visible mueca de desagrado. Aplacé su lectura un buen tiempo y cuando las circunstancias fueron propicias me quedé atascado en la primera frase y luego en el primer párrafo y luego en la primera página. Era un atasco gozoso, de esa sarna con gusto, una pequeña comezón que me hacía volver al comienzo una y otra vez, así que decidí devolver el ejemplar que me prestaron –con terribles subrayados a bolígrafo azul– y comprarme uno que me permitiera la lectura en trance que el cuerpo me empezaba a exigir.

Enseguida comprobé varias cosas: la orfebrería lingüística, preciosista pero con la conciencia de oralidad siempre presente, lo que supone una voluntad de aunar fuerzas: el rigor del adjetivo culto con la fascinación de la leyenda, tan ágil y flexible, tan fértil. Hay aquí una especie de gimnasia literaria que enseguida nos pone en tensión los músculos del gusto y del entendimiento. Bienvenidos, dice Irene Solà, he creado este cosmos para vosotros. Todo esto es vuestro. Y nosotros, adánicos, primerizos, entusiasmados como verracos, cómo no, nos dejamos llevar a lo desconocido.

Por cierto, que esa oralidad y ese gusto por recuperar la leyenda local llevan en el pack el atavismo y la genealogía, un sinfín de nombres que van desplegándose como ocurría con la literatura del boom y el realismo mágico con el que Irene Solà mantiene un diálogo sano que da como fruto líneas, como estas, inspiradas y bellísimas: «Y por la noche oían a los árboles que, obedientes, crepitaban y las abrazaban, se comían los caminos y los atajos, se espesaban y se enredaban unos con otros dándose la mano» (p. 76). Además, está el elemento fantasmagórico o de ultratumba, con su función social de aliviar el temor mundano, un acercamiento al género de terror de la mano de lo escabroso, de la desmesura y lo cotidiano, y que termina siendo capital en esta gran obra alucinada que es Te di ojos y miraste las tinieblas.

En cuanto al uso del lenguaje, nos detendremos en los siguientes recursos. La adjetivación que hemos visto antes consigue descripciones envolventes a menudo divididas en dos bloques: por un lado, la naturaleza y por otro la cotidianidad del hogar, como si quisiera decirnos que el meollo es la vida y que la invención es la envoltura.

La personificación, vivamente expresiva, con la que la voz narrativa funde y confunde todas las formas de lo vivo, da igual si es humano o vegetal, incluso si es animado, inerte, porque en el lenguaje todo convive armoniosamente, como un milagro. Ambas podemos verlas en este fragmento: «La casa crujió como si le chascaran los huesos. Después se hizo un silencio largo que rompió la lechuza de fuera, seguido de más silencio. La noche se había acurrucado en el interior de la masía como una alimaña y las sombras se paseaban sin pies por la casa. Cada rincón tenía su propia negrura, pesada, cavernosa y profunda» (p. 14)). Junto a la personificación, encontramos su reverso, la animalización, que recuerda, cómo no, al esperpento de Valle-Inclán: «En la cocina, las mujeres se volvieron locas. Dolça se reía como una cabra. Elisabet, como un hurón. Ángela, como un jabalí. Joana, como una yegua. Y Blanca abría la boca como un ternero y golpeaba con las manos y los pies para meter bulla.» (p. 57)

Las comparaciones son igualmente frecuentes y afortunadas, y con ellas da la impresión de que la escritora estuviera jugando y ese espíritu juguetón se transmitiera al lector, indeciso entre el juego y el asombro. Por ejemplo: «Las hojas secas y las ramitas revoloteaban a ras de tierra como si quisieran escaparse. Un pesado capirote cubría los picos. Y, mientras las nubes se apretaban por encima de la masía como un rebaño recogido, el sol metía unos dedos delgados y anaranjados entre los huecos y, cada vez que las nubes se los cortaban, los árboles se estremecían de repente, como si los hubieran empujado. La casa, resignada e impasible, daba la espalda al a negrura que se congregaba en el tejado como si la olisqueara» (p. 79)

Hay también cierto tremendismo, en la línea de Cela pero algo más fabuloso, lleno de supersticiones, venganzas, ciego ensañamiento, que es lo que mi amiga le reprochaba cuando hablaba de «demasiada casquería». Un punto rabelaisiano, pues la tradición no esconde la desmesura sino que se vale de ella para su fin de transmitir la esencia humana, que por cierto no es precisamente cándida, como encontramos en la leyenda alrededor de Bernadí, quien vio cómo unos lobos devoraban a sus cuatro hermanos, y luego «desenterraron a su madre de la sepultura y le comieron la cara y las manos» (p. 16). Cuando sobrevivió a los lobos, Bernadí perdió el dedo meñique de un pie y esto sería como una maldición que se manifestaría en su descendencia con la presencia del elemento perturbador: toda su prole tendrá un defecto incurable, el más escalofriante, el caso del hijo que nació sin agujero atrás y murió al instante, lívido de la hinchazón.


El libro está lleno de esta deformidad y este desamparo que aqueja a una saga maldita, como si tuviera que expiar un pecado ancestral por donde planea la idea del pecado original y de la existencia entendida como un valle de lágrimas donde el astuto toma ventaja sobre el ingenuo. Así, en la página 61 leemos: «Porque el camino solo se ve con el martirio. Como el cordero. Solo con arrepentimiento. Solo con los costados abiertos y dos agujeros sanguinolentos allí donde tendrían que estar las orejas. Lo que había abandonado Dios era la casa. Y a las mujeres que vivían en ella, apretujadas como cochinillas, las había desamparado. Como había desamparado a los niños que nacieron durante el suplicio. Porque mientras duró el tormento, la pasión de Cristo, los pies desechos del Mesías subiendo al monte Calvario, su espalda desollada cargando con la cruz, el pelo largo goteando sangre y sudor, Dios solo miró a su hijo, solo amó al hijo, y solo lloró por el cordero.No estuvo pendiente de nadie más. Y todos los hombres y mujeres que nacieron durante el calvario se quedaron en la parte mala. Hechizados. Olvidados. Para siempre. Descuidados, arrinconados, condenados. Y lo que ha sido castigado no muere jamás.» (p. 61)

Uno de los contrastes que conforman el libro es precisamente el que enfrenta y concilia a la poesía con las vísceras. El mundo es cruel y por eso se nos muestra descarnado. Un libro, como el anterior (Canto yo y la montaña baila) articulado en torno a esa cosmovisión tremendista propia de la leyenda, siempre «avisando de cosas terribles», como queriendo despertarnos del engañoso letargo de la alegría, que es por definición pasajera.

Como vemos, no extraña que este libro exija una lectura atenta y minuciosa. No es para leer en el metro o en una sala de espera, sino que, por el contrario, requiere o invita a volver varias veces sobre una línea, una palabra o un párrafo, y degustar esta morosidad como quien disfruta el simple hecho de mirar el fuego.

Y, por supuesto, la mujer, pilar fundamental en la familia que retrata este libro pero que paradójicamente vive en un ambiente de misoginia, como queda patente en el refranero que relaciona a la mujer con el diablo y que recoge este libro (Mujer peluda, al diablo ayuda; Cuando el demonio quiere aprender, por maestra coge a la mujer; Cuando el diablo duda, a la mujer pregunta). En una parte del libro se dice: «Las mujeres os aferráis a los sitios, os atáis como perras». El hombre huye y la mujer permanece. Por eso la mujer es inevitablemente el pilar, el sostén de la familia y del relato que se hace del mundo y esta ficción quizás contenga una revisión histórica de los roles de género con clara recusación del hombre: por lobo, por alimaña, por cobarde y por egoísta. La historia la escribe el hombre pero la reescribe la mujer.

Aquí entra en juego la brujería como arte adivinatoria y también propiciatoria, un tipo de magia negra directamente relacionada con la figura del maligno, es decir, con el demonio, en este caso el denominado cabrón de Biterna por tener la figura de un insaciable macho cabrío con pies de gallo y un miembro áspero y descomunal. Es el personaje de Bernadeta, con quien comienza y termina el libro, temida y repelida por su capacidad de ver el futuro, quien, tras mantener trato carnal con el demonio oculto en el bosque, dará a la luz a Dolça, mitad niña mitad cabra. En este punto el libro se alinea en el medievalismo propio de la santurronería y la beatería retorcida de aquel tiempo y aquel mundo, el mundo rural de la posguerra catalana, lleno de peligros como profecías autocumplidas.

Es revelador que todos los hombres que aparecen a lo largo del libro acaben desapareciendo, que ninguno permanezca, que ninguno se haga viejo en la masía, ninguno que trabaje, que cuide, ame y llore. Todos se van porque el hombre, como representante de la barbarie que es la guerra, tiene que esconderse, matar y ser matado, sobre todo en el contexto de entreguerras en que se ambienta la historia. El hombre, de hecho, acaba teniendo como figura prominente al propio demonio, portador de lo nefando, es decir, del sexo egoísta y vicioso como origen de todos los males y que, sin embargo, por un atavismo religioso, acusa, culpa a la mujer, con una reflexión de fondo tan imposible como frecuente: el mal en el hombre es inevitable, pero en la mujer es elección, perversión, malicia. Así, leemos: «mujeres sucias, ginetas, comadrejas, rameras, busconas, sentinas de vicio, puertas por las que se cuela el demonio de los hombres y los convierte en grandes pecadoras» (p. 77). Dentro de este clima de violencia hacia la mujer, incluso entre las propias mujeres, el matrimonio se da a la antigua, como una mera transacción con el peaje carnal como un mal gesto, como un vicio reprobable y maldito, uno más de los elementos que conforman este sentido trágico de la vida donde todo sucede siempre a destiempo y luego hay que lamentarse, arrepentirse, hundirse en los celos, en el odio, el sufrimiento y el pecado capital.


Y es en este punto en el que encontramos aquí un fresco de las pasiones humanas, ebrias de una violencia que no es voluntaria, que no es premeditada, simplemente son así y así se cuentan. En este sentido tienen estas historias algo del Decamerón, en lo ejemplarizante y en lo descarnado, y algo de medieval en el tratamiento del erotismo y del sexo como una pura carnalidad, el espíritu ha desertado y es pecaminoso, es vicio y está torcido, por eso Blanca observa casi con interés facultativo cómo fornican los animales y luego, en su encuentro con Miquel, ciega de desenfreno, recuerda y se inspira en aquellas escenas y se dice de ella que «los muslos chocaban, impacientes» y que, lejos de saciarse, «la perra quería más». Este recrearse en la corporalidad, tirando a lo escatológico, ya estaba en la Celestina, en el Libro de buen amor y, en general, en el medievo tardío con el que parte de este libro se emparenta bien.

Solo bien avanzado el libro nos damos cuenta de la pertinencia de citar a Rulfo y de que el aquelarre de mujeres ha estado ahí todo el libro, han estado sin estar, muertas y juntas pero vivas en el relato, y quizás esto constituya una lección sobre el valor de la escritura ante la vida. La fabulación es extraordinaria y se lo debe todo al folclore mezclado con el contexto histórico de refriegas rurales, entre emboscados, delaciones, ajusticiados y toda la inhumana saña tras una sangrienta guerra civil cuyas heridas siguen supurando. Es posible entender en este magnífico libro una defensa de la fábula como refugio, como recreación capaz de enderezar lo torcido, o al menos intentarlo.

«Te di ojos y miraste las tinieblas» es en realidad el reproche que le hace la divinidad, el dios cristiano, a Margarida, quien al elegir a Francesc el Clavell y ser este torturado y ajusticiado públicamente, carga con la cruz de su error. Has sido una desagradecida, parece decirle el Señor, que la maldice y la expulsa de su reino, como a Eva, como a una mujer sucia, como a una perra. Pero Margarida es solo una cuenta en el abalorio, una más de todos los personajes que pululan por el libro, casi indeterminados, dentro de una genealogía confusa, como un magma, como si el total, el conjunto fuera lo importante y no la individualidad.

Tampoco hay que olvidar que el origen de la maldición que asola la masía es el pacto con el diablo. Una reelaboración algo escabrosa del mito del Fausto que anima a entender el relato como una lección moral, ejemplarizante, una advertencia: esto pasa si conchabeas con el maligno.


Terminamos la lectura de Te di ojos y miraste las tinieblas, tercera novela de la escritora catalana Irene Solà, y sentimos el poder de sugestión y de conmoción de un libro que se nos presenta, ya desenredado –ya abierto curiosamente al cerrarlo–, como una oscura y hermosa reflexión sobre la naturaleza del mal o la condición del ser humano, tener albedrío para elegir lo torcido, lo deforme, lo inmoral. Toda la confusión de voces y tiempos, aparentemente desacompasados, como en desacuerdo, se anundan al final, que es cuando entendemos el truco, cuando participamos, ya conscientemente, de la fiesta de la escritura de Irene Solà, de su ilimitada, alambicada y gozosa fabulación, con una exigencia lectora que agradecemos, pues nos desafía como se desafía a quien se quiere y se respeta: lee y déjate engatusar, nos dice, y sabe bien que esto es mentira y a la vez es verdad. 

Te di ojos y miraste las tinieblas es un retrato casi mítico de la condición humana con un tratamiento prolijo y original de la miseria cuando se toca milagrosamente con lo luminoso. Y ese es el logro de Irene Solà, conjugar con aparente sencillez lo oscuro y lo luminoso como mapa de lo íntimo humano donde todos podemos reconocernos.



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