Hacerse el muerto, Andrés Neuman
“La esponja, dijo, pásame la esponja un poco más arriba,
dijo mi madre, sentada en la bañera de su habitación. Arriba, ahí, la esponja,
me pidió, y a mí me impresionó el esfuerzo que había tenido que hacer para
pronunciar una frase tan sencilla. Y yo le pasé la esponja por la espalda, hice
círculos en los hombros, recorrí los omoplatos, descendí por la columna…”.
Estas son las
primeras líneas que señalé de Hacerse el
muerto. Las primeras palabras con peso, pensé. La mejor parte del libro son
las historias dedicadas a la memoria de la madre. Ahí nos encontramos los
primeros relatos que justifican el libro, relatos estremecidos pero sin alzar
la voz, como ‘Madre atrás’ o ‘Una silla para alguien’.
Toda la ternura y
el dolor ante la desaparición de la madre está aquí: “Ven, voy a peinarte, voy a ordenarte los cabellos”. Esto es
poesía.
A partir de aquí el
libro se infla de aire y toma altura. En ‘Una rama más alta’ tenemos un ejemplo
perfecto de cómo cerrar un relato dejándolo abierto. Neuman escribe en su
dodecálogo del cuentista: “Hay cuentos
que merecerían terminar en punto y coma;”, y se ha aplicado la lección terminando
(a tiempo) muchas veces con maestría. Y luego viene, a mi juicio, la segunda
justificación del libro: el magnífico relato ‘Anabela y el peñón’, que serviría
para enseñar en qué consiste el difícil arte
de la elipsis.
De aquí hasta el
final rescato tres más: ‘Las cosas que no hacemos’, una lírica reflexión sobre
la vida en pareja como eterna potencialidad; ‘El infierno de Sor Juana’, la
historia de una ex-monja ninfómana y ‘Monólogo de la mirona’, otro portento de
sencillez y efectismo.
Hacerse el muerto va de menos a
más. Lo que parece sencillo acaba saliendo a lección por palabra casi. El lector
despierta y se emociona. Trabajo hecho. Un libro eficaz, escrito con solvencia
y que encierra siempre más de lo que parece.
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