Panza de burro, Andrea Abreu

Tremendismo de hogar, esa cosmovisión única y tan común, como la felicidad según Tolstoi. Andera Abreu da en el centro de una diana que es pura delicia de humor tirando a ácido: la pequeña ingratitud que es siempre vivir a esos ojos santos y gazmoños del barrio donde somos y no somos, apenas un mobiliario extraño en la lúgubre casa de la hipérbole y la admonición. Que se vive para sufrir lo sabemos por obra y gracia de nuestros antecesores inmediatos, quienes aprendieron ese catecismo basto, con pena y sin gloria, y nos enseñaron a desquerer, a sospechar, a lacerarnos porque sí, porque la vida es susto o muerte y es tremenda. 

Abreu tira de localismos con frescura y descaro, su lenguaje se preña de un color isleño que hace lo pequeño universal, un acierto desde el punto de vista de la solidez narrativa y la estrategia casi de mercado. Junot Díaz (todo mestizaje, toda oriundez) vibra en estas páginas por esto y también por aquello que dijo Eisenstein sobre Chaplin, que el niño mira primigeniamente el mundo. Aquí misniñas y su mirada desmitificadora de esa mojigatería de pueblo inculto, supersticioso y sin atisbo de pulimento moral o afectivo. Aquí tenemos el costumbrismo rancio de Pajares y Esteso mezclado con la gracejo de Lola Flores y la complejidad de Delibes en su minuciosidad casi antropológica, entre el folclore y la supervivencia, o mejor un folclore de supervivencia, la picaresca y su espléndido retablo social donde se vive como si fuera por primera vez una vida ordinaria pero también fundacional. 

Las estampas familiares que nos brinda Panza de burro son auténticas joyas, una especie de Zeitgeist encapsulado con ese traje isleño tan a medida, tan de historieta gráfica, tan inolvidable como si lo hubiéramos vivido antes y ya no nos importara lo sórdido de aquella infancia. La vida es una cuestión de léxico. De léxico y de entonación, es un acertijo que vamos descifrando con los años, siempre hacia atrás, al hacer ese ejercicio de regresión, otra mera supervivencia, con la esperanza de desentrañarnos en el proceso. Nos quitamos capas de lenguaje y nuestra mirada se hace prístina y serosa. La jaula del pensamiento tiene barrotes lingüísticos. 

Este libro es también un breviario de melancolía: las palabras nos dicen, somos eco, aliento en busca de su origen, una identidad, una generación, una isla. Un ímpetu ciego que, como la vida, se reconoce mejor en la falta de ortografía que en la corrección. ‘Panza burro’ podría llamarse este libro, su incorrección abrupta pero naif, preadolescencia revirada y lumpen de esos diez años del asombro. Y luego está la pareja, Isora y Shit, un tándem genial trenzado con hilos de lirismo y desmesura. Las páginas en que Shit declara su extraño y enfermizo amor por Isora son hermosas, dan una cara delicada que ya se venía insinuando, Andrea Abreu se tira por un tobogán hacia el cielo frágil de las palabras necesitadas de luz, o que a falta de luz la crean, porque Shit e Isora son eso, luz necesitada de luz, y aquí la escritura sube peldaños de oro que el lector también sube y agradece, un lector sorprendido ante este rescate y exaltación de lo vulgar, feísmo que resulta de todo menos feo, ampliando las fronteras de lo literario, esa alta cultura que nace y se hace desde abajo, como el volcán, algo que saben bien en las islas, concretamente en las Islas Canarias. 

Quizás la imagen del volcán defina bien esta escritura, esta historia y estos personajes, una coherencia de fondo que es un ancla, un norte o, mejor dicho, un Sur. Isora y Shit, tan cervantinas y, por momentos, tan Kramer contra Kramer, son, junto al lenguaje, la otra erupción, ese desequilibrio, ese torturarse psicológico, esa forma de agarrarse a la existencia a través de otra existencia. Una ternura que linda con lo grotesco de este submundo o mundo en miniatura, ofrecido en pequeñas estampas viscerales, como cortado, laminado y envuelto para nosotros, trocitos de memoria trágica, de violencias hermosas como el amor y la muerte, tan encarnados como una isla en el mar.

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