Tristeza de los cítricos, Liliana Blum


El desarreglo existe y hay que vivir con él. Los pulgones existen. Fracasar es no verlo. Y, cosas de la naturaleza, esta inminencia y este desarreglo pueden imantar belleza, una belleza áspera y grasienta, por fortuna no moralizante: la belleza de ser una breve respiración más en el oscuro pulmón del mundo.

​Los detalles alrededor del drama (infidelidad, incesto, celos, secuestro, ajuste de cuentas, la violencia más pura y gratuita) adquieren relieve y entidad propia, construyen un hábitat reconocible, que es otra forma de felicidad​: reconocernos.

La agudeza narrativa hace posible la complicidad lectora: sonrisilla aviesa cuando un personaje hace una indiscutible maldad que, de paso, refuerza y da sentido a la lógica estructural del relato. Daniela jodiéndole el cactus a ese extraño que le ha invadido media casa y media vida. El dedo del padre deslizándose hacia el ombligo de la hija. La ingente logística consumista de la infancia, una oportunidad idónea para enervarle el ánimo a la madre cornuda y, con ella, a nosotros mismos.

Otra lección: en el relato la ingeniería lo es todo. Después, o dentro de esta, la construcción de los personajes, primordial, unos personajes expuestos en gestos, insinuaciones y en un sinfín de sutiles contradicciones internas que conforman esa profundidad de campo que necesitamos para quedarnos, ya sea en una casa, en una relación o en un relato.

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