Melindres

Ayer devolví dos libros. Entiéndase: en sentido literal y figurado. No pude con ellos. Un ser altruista, con toda su buena fe, me nutre de títulos y autores que yo acojo decididamente como niños refugiados a los que prodigo toda mi atención. Al menos, un tiempo. Luego voy asumiendo la realidad: no me interesan. Con ellos no funciona esa ridícula «exprimidora de emociones» inventada para las clases. O peor, sí funciona y lo que revela es sencillamente pueril, vulgar, decepcionante. Cómo confiarle este secreto a mi buen valedor, el hombre de la sonrisa tímida y vestuario de etiqueta Springfield. Así que dejo pasar varias semanas con la esperanza (resignación) de que yo mismo descubra mi error y me lance a la lectura de los dos vates incomprendidos —pero exquisita y profusamente publicados—, con la esperanza de que la calidad se me imponga y tenga que renegar de mis propias limitaciones y prejuicios. Como esto no sucede, indago en mis raíces. Resulta que allá por mi mocedad, cuando la fontanela literaria y vital aún no se me había cerrado, asistí a suficientes conciliábulos y corrillos donde se nos imponía la eucaristía poética. Casualmente, los dos vates incomprendidos engrosaban la vanguardia de nuestro ejército enemigo. Casualmente mi benefactor ha venido a exponerme mis melindres y casualmente yo he sido incapaz de superarlos. Eso sí, he intentado compensar mi desaire leyendo en clase algunos de los poemas agraviados, con el resultado, salomónico, democratizante y revelador, de una profundísima y seguramente justificada indiferencia. Vale.

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