Henry Miller y la hipertrofia salvadora

Estaba pensando que quizás sentirme inicial y prematuramente defraudado por Henry Miller era, en realidad, una manera de emparejarnos, una oportunidad de comprensión mutua, al menos mía, en la que, abaratándolo, justipreciándolo, (rebajándolo hasta mi corta talla espiritual), podía dialogar con ese cínico que, ahora sí, tanto dependía de mi lectura, o sea, de . Por un lado, estaba la cosa francesa: ya empachaba. Demasiado cliché libresco, demasiado tic generacional. Ya estuvo bien con los señores Hemingway, Scott-Fitzgerald, Cortázar, incluso el, ejem, señoro Woody Allen. Por otro, que de nuevo, inicialmente antes, en mi poquedad visionaria, había preferido confiarme a Martin Amis como albaceas o caballo ganador de cierta literatura elegante, sórdida y desbocada. Miller sobreabundaba en la literaturiedad y eso también producía un principio de indigestión. Su acomplejado yo obrando por hipertrofia, llenándonos la boca de polución, de genitalia, de un proceder sin pies ni cabeza que convocaba a la vez al asombro y al desaliento. Mitomanía y cloaca. Pensaba uno entonces, en el inaceptable proceso de ninguneo, que quizás Anaïs Nin, por su parte, pudo aventajarle también en la tarea de testificar la vida. Ella, más condensada, más introspectiva, más organizada y más pulcra, ¿acabaría reduciéndolo a escombrillo literario? Eso sí, muy bien pagado y agrandado. ¿Y qué más? Pues esto: «Durante toda la noche huelo las lilas en el cuartito oscuro donde ella se suelta la melena» (pág. 110). Ahí ya nos enseñábamos el cilicio, nos preparábamos para la contrición. Comenzábamos a admirar, qué digo a admirar, a consagrarnos a los mataderos de amor, tan deliciosos, esa hipertrofia salvadora del heroico Miller, acomplejado, pervertido e ídolo dorado, ya sí, paseándose bajo la majestuosidad de su aura pobretona y corrosiva en el edén de los elegidos.


 

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