Desaparecer, Juan Manuel Romero


Llama la atención enseguida una problematización de la existencia, un exceso de conciencia, como si la poesía fuera eso: pensar de más, sufrir de más, y que paradójicamente equivale a vivir de menos.

La derivada es, entre otras, una poética de la sospecha («¿en cuánto puedo aún seguir confiando?»), con el peligro de acabar en ese tic de la reificación existencialista, y un esencialismo descreído y tierno («Intentar el regalo de vaciar la conciencia y solo ser»), siempre con esa concisión que es un doble acierto: por lo calibrado y por esa delicada gravedad del fogonazo que encajamos como algo decisivo.

Y luego está ese reconocimiento de una vulnerabilidad que, a diferencia de lo que podía ocurrir en Juan Ramón Jiménez, aquí es violentamente estéril, por así decirlo, en lo funcional, si bien en lo textual permite una equilibrada fecundidad. La ecuación, sin embargo, es imperfecta, simplemente no cuadra. La vida es un desajuste, una descompensación. Su orografía oscila entre el exceso y la derrota.

Leer a Juan Manuel Romero constituye una experiencia, por breve que sea, de la que no se sale ileso. Pero la herida que contagia es la herida lenta del mundo; la parálisis a que induce ya estaba dentro, como dentro estaba su voz a falta de encontrar unas palabras que acogemos, por fin, como si nos entregáramos a un reencuentro intensa y secretamente deseado.

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