La costumbre de preguntarse (Juan Ramón Jiménez)
Preguntarse por el origen es como preguntarse por el final. La pregunta en sí, el acto de interrogar ya es una especie de quimera necesaria. Igual que el trabajo de soñar, nos tomamos la –inútil– molestia de imaginarnos en otros mundos, de suponer otros mundos dentro de este, por un imperativo casi biológico: nuestra excepcionalidad como especie obliga. Por una insaciable proyección de infinito, resulta que el homo sapiens no puede evitar hacer poesía de la nada. Crear un arte milenario con barro, erigir catedrales con nuestro lamento. Es nuestra sed de infinito lo que nos lleva a imaginar un infinito. Nuestra sed de dios fabrica dioses suficientes y necesarios, deseantes y deseados. Por retroceder –o avanzar– en el laberinto: así debió de ocurrirle a la propia divinidad: su sed de hombre le llevó a nosotros.
El misterio, por tanto, no es el agua. El misterio es la sed. El conocimiento es un inagotable océano de posibilidades, pero la curiosidad por conocer es lo milagroso. Es la mirada lo que crea al objeto, lo crea al menos una segunda vez, lo funda como lo que es y como insondable misterio.
La costumbre de preguntarse, además, es lo que hace posible –y, de nuevo, necesario– esa otra pregunta que es el arte. Una interrogante más estilizada, que a menudo prescinde de la respuesta y se queda en un tanteo de lo posible, en un susurro de eternidad, un canto a lo desconocido.
Así lo entendió Juan Ramón Jiménez, desbordado de una gracia arrebatada, conmovedora y valiosísima. Casi tan valiosa como el objeto –la realidad– de la que surge y de la que, hundiéndose en ella, parece prescindir para abismarse en un territorio más vasto y duradero: el territorio del espíritu, ese espejo transformador en el que nos miramos como se mira el cielo una noche estrellada o una tarde de enero.
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