Carta a mi mujer, Francisco Umbral

Da la impresión de que el tema, el asunto, es lo de menos, que es una simple excusa para desplegar ese tótem sagrado y redentor que es la palabra. Para un escritor tan lírico y memorialista no hay más religión que este oficio de sublimar, salvar, redondear el mundo y sus cosas mediante el ancho río de la palabra que es un escritor. Aquí el pretexto, el soporte de ese anchuroso río es la mujer, la mujer concreta y esposa, estación de llegada de todas las demás mujeres, anteriores y coetáneas. Sobre su figura cotidiana y simbólica se edifica un Taj Mahal de esa gramática del cielo que es el recuerdo.

Este libro está compuesto por dos cartas a su mujer, fechada la última en torno a 1985, cuando el autor rondaba el medio siglo. Construido sobre la segunda persona pero con alma de diario íntimo y confesional camuflado de epístola conyugal, uno se siente un mirón de la intimidad ajena. Una intimidad de distancias donde resuena un eco que hace que todo parezca definitivo, prematuramente póstumo, literariamente póstumo cabría decir. Recuerda en el lirismo y en ese apóstrofe reiterado, («María»), a Cantos a Rosa, de José Antonio Muñoz Rojas, otro libro en el que el yo se desenrolla por el cabo suelto del tú.

Como quizás ocurra con todo escritor, aquí Umbral pretende escribir la propia salvación, que es casi escribir la propia muerte: «me salvo en este libro». De náufrago a superviviente y náufrago de nuevo. Un bracear constante en las negras aguas de la tinta, quizás la tinta de su vieja underwood, juego de la memoria y el olvido, cortejo lírico con la envergadura de un colibrí, de succión finísima y prodigioso vuelo. Y también ese matrimonio indeleble entre la vida y la muerte: «Escribir libros ayuda a no matarme. Es un soporte para los que ya no nos soportamos».

La escritura a corazón abierto practicada aquí hace que descubramos al señorito con ademanes de dandismo, encallado en ese posado para la revista que es uno mismo, que también es lector de uno mismo. Todo queda en el yo («la función de la literatura es la relectura del propio yo»). Todo lo demás, también el tú, parece un accesorio, un soporte para este libro, soporte duradero, resistente, para la novela que es Umbral.

Y están los vicios y caprichos de niño grande, ataques de un egotismo escritural, un relamerse la cartera y el sable. Hay un raro homenaje a la mujer, que esquiva lo caricaturesco y que sería pasto de la actual sensibilidad feminista: la mujer es cara y culo, nos dice, antes de pasar a un escrutinio minucioso y psicológico del culo de su propia esposa, terso y sufriente, como se nos cuenta. Es un ser de lejanías que rehúye el prosaísmo y lo condena en otros (recuérdese la invectiva dirigida a Baroja), que necesita transformar la cotidianidad, la «hogaridad», con la varita mágica del lenguaje, lenguaje florido, floreado, floral, el lenguaje flor, si marchito por dentro, por fuera regio y esplendoroso. Pero también lenguaje florete, carnicero y quirúrgico.

No quiere hacer Umbral una anatomía de su matrimonio, o quiere hacerla sin que se note. En su medio siglo junto al medio siglo de su esposa, María, haciendo lirismo del silencio de los días, de las camas separadas, con tabiques de por medio, de esa interrogante adúltera, esas dos casas, campo y ciudad, jardín y fiesta, donde se va desenrollando la madeja del Umbral de carne y hueso, haciéndose biografía. Está Umbral en su salsa, en su ser, novelando o poetizándose, haciendo del yo el tema central de su escritura, a lo Montaigne, a lo Juan Ramón, a lo Umbral.

Comentarios

Entradas populares