En el jardín del ogro, Leila Slimani

En el jardín del ogro, Leila Slimani.
Cabaret Voltaire, 2019.
Como no puedo ser libre, agrandaré mis prisiones. Estas palabras de Manuel Altolaguirre las podría firmar Adèle Robinson, protagonista agónica de esta agónica novela, una treinteañera parisina, convulsa Bovary, periodista, hijo y marido, médico especialista, aficionada a consumir cuerpos, a enfermar de otredad, adúltera rutinaria contra el vacío del mundo, para no ser una más entre la muchedumbre, fumadora compulsiva, test de embarazo al día y pruebas de sida a la semana, tan higiénica y curiosa de orín y semen, abocada al paraíso malogrado que consiste en reeditar la infancia con los tentáculos obsesivos de nuestra tortuosa psique siglo XXI. 

«Se precipita a la calle, con la sensación del deber cumplido y la necesidad de que la follen». Así nos lo cuenta el narrador, o la narradora, voz seca y notarial, distanciada del fatalismo de sus personajes salidos de una tragedia clásica. Un bovarismo actualizado, de tipo obsesivo, sexual, hedonista y profundamente nihilista, atraviesa como un arpón el cuerpo menudo de nuestra protagonista atrapada en su perfecta vida anodina.

Adèle es la constatación de que la existencia es un animal de dos cabezas, la social y la natural, Hobbes y Rousseau mediante, y que una debe decapitarse por el bien de la otra. O quizás Adèle sea un ejemplo de cómo crear un animal bicéfalo suicida. O tal vez haya más opciones y podamos comprender la vida como un tablero en el que cada uno construye su propia aventura. El mal de Adèle seguiría atormentándola en cualquier otro universo posible. Ahí está el fatalismo y lo que este libro tiene de tragedia griega.

El cuerpo que se rehace en el encuentro con otro cuerpo, siempre nuevo, eterna repetición sin finalidad que lo salva de sí mismo y de los otros. Adèle siente pavor de ser una más entre la muchedumbre, de ese prosaísmo burgués sin épica y sin trascendencia. Es una enferma de otredad, de la otredad del yo. Sufre la tiranía del yo, un yo hipertrofiado, deforme, incomunicado. En el sistema moral binario de unos y ceros, bien o mal, cobardía o arrojo, todo nuestro devenir está sometido a un juicio sumario que nos apabulla. El yo, reo, quiere liberarse del yo, juez y verdugo. A este juego de espejos lo llamamos vida. Yo soy la imposibilidad de ser tú. Eso parece decir Adèle en su hundimiento. 

Una sensación de incomodidad y repulsa sobrevuela la lectura de este libro. Algo inexorablemente torcido que no encaja en la moral al uso. Adèle atrae y perturba, vive en los límites, juega con el peligro, ensaya la autolesión, pues sólo así le es dado vivir: desafiando su propia existencia, boicoteándose hasta lo insoportable. La vorágine sexual, liberadora y carcelaria, obsesiva y abrumadora, es la piel de trigo de una belleza oscura que recuerda a la oscuridad del Heathcliff de Cumbres borrascosas, abanderado en esa literatura del mal que analizó Bataille. Literatura del mal o literatura de la demencia, convincente y actual, practicada con acierto por la premiada Leila Slimani. Resulta, pues, difícil tarea leer este libro sin vestirse de censor, de moralista, de juez, de cura. Quizás ese sea el desafío: borrar las líneas rojas y simplemente observar, mirar como un aséptico voyeur.

Es por eso que este libro constituye un experimento clínico para el lector: el de comprobar cómo reacciona ante el tropel de bajezas y el truculento egotismo de una trastornada. Un TLP en toda regla. Quizás aprendamos algo sobre nosotros mismos en el proceso. Al mirar el abismo, nietzscheamente, uno puede mirar dentro de sí. Richard, el marido de Adèle, puede decir que ha conocido a la hijastra literaria de Heathcliff, el oscuro personaje de Emily Brontë, ese icono maligno. Richard también puede decir que ha yacido en el jardín del ogro, enfrentado a una oscura bestia, en el centro del minucioso mapa que muestra lo más mezquino, atroz e incomprensible del ser humano. La fascinación de ver nuestro reflejo deformado, monstruoso, inconcebible, odiarlo y compadecerlo al mismo tiempo en una huida hacia delante, hacia el precipicio.

En el jardín del ogro conforma un retrato coral sobre la desesperación humana que se esconde detrás de la cotidianidad. Todo un ambiente enfermizo, gente que acusa un deterioro sin localizar, que acude al frenesí o al orden como se va a un curandero: para librarse de una dolencia que se ignora. Ellos son la dolencia del mundo. Nosotros somos la dolencia del mundo. Hay en estas páginas un afilado retrato de nuestra sociedad del cansancio, impregnada de líquida modernidad, del ogro en su jardín acariciando muñecas treinteañeras adictas al sexo y a la belleza sórdida de la mortificación más gratuita, la más hermosa.

Esta novela de lectura ágil y adictiva es una freak parade de las relaciones humanas, tremendamente psicologizadas, rutinariamente pautadas, groseramente accidentadas, gestálticas perdidas. Un cuestionamiento del yo, tabula rasa para localizar el grado cero de la actividad cerebral que nos ata a ese complejo de traiciones cotidianas que nos conforma. Dice Slimani que todos llevamos un monstruo dentro y que no sabe por qué Adèle, personaje literario de su creación, hace lo que hace. La novela bien podría llamarse, de una forma menos poética y más psicológica, «en el jardín del otro». Del otro que soy yo, cabría añadir. Simone, madre tremebunda de Adèle, podría acompañarla a las sesiones horizontales de diván, cuarenta euros la hora. Quizás entre todos llegaran a un acuerdo productivo para lo único que sabemos hacer por instinto: sobrevivir.

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