Indigno de ser humano, Osamu Dazai

El dolor de ser demasiado consciente de uno mismo o conocerse tan bien que resulte un verdadero desconocido. Da comienzo el espectáculo: la (re)construcción de un yo falseado es proceso laborioso y fecundo, visceral y resbaladizo. Todo para poder decir, lacanianamente, yo soy otro. Cuando uno es demasiado consciente, acaba por ver las costuras, percibe con nitidez la farsa y su miseria.

Cínico, aprensivo, paranoico, encantador, sociópata y suicida. Un maldito en toda regla. Un buscón quevediano, un lazarillo anónimo, un «protegido» a lo Rilke (mantenido por sus amantes), un genuino lobo estepario, un Holden Caulfield cínico redomado, un Ben Brooks sobreactuado y trágico. ¿Quién es Yozo? Ese veinteañero marginal que, calavera en mano como Hamlet, se dedica a entonar la letanía de su proverbial miedo ante el mundo y ante él mismo. Su actitud ante la vida, dice, nace de una conciencia de delincuente. El ser escindido se complace jugando al bufón para paliar de este modo su incapacidad de ser a secas. Yozo, defenestrado en su hogar, paralizado en una mueca sin sentido, reducido a eterna carcajada y adicto, por fin, a la morfina, siente el pavor de ser descubierto interpretando el personaje de su vida. Ese, piensa, sería el mayor fracaso. Osamu Dazai pertenece a esa raza de convulsivos de la que dejó constancia Cioran, según sus propias palabras, «en el centro mismo de una broma de proporciones cósmicas».

Presentada bajo la apariencia del manuscrito encontrado, tenemos en las manos una historia de la locura cuya excepcional acogida en la sociedad japonesa anima a conjeturar teorías acerca de tal sociedad. Literatura en cierta forma del padre, literatura torturada que cava simas, hace prospección en el subsuelo para arrancar de cuajo las raíces, todo con cierta ligereza y desenfado. Una locura permea estas páginas enfermizas de un nihilismo derrotado, implacable, furioso, bajo el signo del miedo al sospechoso nato que es uno mismo. «Reconozco el raro talento de Dazai», declaró Mishima. Nosotros al menos no vamos a llevarle la contraria.

«Tenía miedo y, no obstante, iba al bar, igual que un niño que tiene un poco de miedo a su mascota y, por eso, la aprieta con más fuerza entre sus manos».

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