El hombre sin talento, Yoshiharu Tsuge

Cuando la ruina es uno mismo. Así podría subtitularse Un hombre sin talento, libro incómodo en el que Yoshiharu Tsuge, un inadaptado a perpetuidad, aborda con un crudo realismo la existencia de su alter ego, Suzeko Sukegawa. Su mala estrella cae sobre sí mismo y sobre su exigua familia con ejemplar naturalidad, con parsimoniosa tristeza. La pobreza gripa el motor de una familia instalada en una infelicidad rutinaria sin salida aparente. El individuo se construye sobre su propio fracaso en la tarea misma de ser eso, un simple individuo. Maniatado, mutilado, se define en términos de capital, está mercantilizado, algo que quizás choque en una obra oriental que parece haberse occidentalizado. 

Los novedosos apedrean a los originales. Se queja Tsuge en las páginas de este cómic del sometimiento de lo autóctono a lo exótico. Lamenta la occidentalización de las costumbres orientales en su Japón reducido a escaparate, desfile, a imagen. Japón es un llavero de Japón. Si levantara la cabeza. Defensa ahogada de lo tradicional y canto desesperado al pensamiento filosófico oriental como última posibilidad de salvar(se) (d)el mundo.

Cuando la ruina es uno mismo, lo externo son formas indistintas de pensamiento, una multiplicación de individuos, de trozos de individuos diseminados por la mente de otro individuo. Y a eso llamarlo mundo, tranquilidad, desolación.  Llanto del hombre que, por no tener ningún talento especial, los tiene todos: la libertad tiene mucho que ver con el fracaso. Las actuales acepciones del talento suelen funcionar como cortinas de humo. Un cambalache burdo con el que nos dan gato por liebre. Celebramos la apariencia, embarramos la sustancia. Y nos jactamos de ello. Yoshiharu Tsuge es consciente de esta actitud globalizadora, invasiva, excluyente. 

La marginalidad preludia un intento de evasión que, si no llega a ser definitivo, es por culpa de –o gracias a– la presencia puntual e inesperada del hijo, vínculo con los otros. El otro abstracto objetivado en su figura vacía. Su abandono y su desolación salvan el mundo. 

Nuestro sufrido protagonista se siente tentado por las más diversas vocaciones: dibujante de anime, venta de antigüedades, venta de cámaras fotográficas, venta de piedras, montar un negocio de transportes en el embarcadero, incluso darse a la vida mendicante de los budistas zen. Su vida parece una incansable búsqueda del negocio perfecto o, tal vez, de un fracaso impecable, redondo. Tenemos, en clave heiddeggeriana, un ser arrojado al mundo, atento a su temporalidad, un ser para la muerte. 

El hombre sin talento lanza, como telón de fondo, una reflexión sobre el sentido de la existencia desde la casi inexistencia. El hombre lento, crepuscular, encrucijada perenne, cómodo en la trinchera y atalaya de su no-lugar, constituye él mismo su propia materia narrativa, pinceladas costumbristas en torno al fracaso. ¿Qué es el talento y qué el fracaso? ¿Ser útil para la sociedad o seguir los propios deseos? Una lucha, en todo caso, abocada a la heroica derrota: crónica de un mundo que se acaba. Y, por supuesto, el torrente de lirismo que suele acompañar a todo derrumbamiento, cuando la ruina es, por fin, uno mismo.

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