Caballo sea la noche, Alejandro Morellón

No hay resuello. Fogonazo mantenido de esta escritura armada en lo simbólico: en su intersección con lo onírico, en su derramarse sobre lo precario. Entiéndase: lo precario que se hipertrofia hacia una explosión exuberante. Armada, pues, con toda la infantería narrativa. Oficio: lo que acerca al contador de historias y al mago, el discurso replegándose y desplegándose en lo hipnótico. De ahí el manantial hablando un lenguaje resquebrajado, laberíntico, oscuramente luminoso.

Alejandro Morellón es un estilo y no se me ocurre mejor manera de atestiguar el éxito literario. Los costurones largos se ven como cuchilladas en el lienzo de la noche. Como pasos en falso sobre la arena. Morellón, su escritura, es larga, dúctil, es un baile con el pretexto de una historia o una historia que pretexta un baile.

La literatura apabulla porque no precisa más andamiaje discursivo que ella misma. Ni filosofa ni dogmatiza. Huye en desbandada de la tentación de ser algo más. De ordenar el mundo. Si se ordena, el mundo se torna abismo. Desordenado, se le respeta. Se le ama. Literatura es amor por la irremisible nulidad de todo cuanto la excede. En un salto solitario, ella misma se excede. No hay resuello.

Literatura. Una literatura de salvación, de muleta, literatura terapéutica que brinda con las musas por uno mismo en una conversación que presenciamos entre el asombro y el sigilo. Expiación, redención. Literatura farmacológica de los instintos, una descarga de puro nervio directa al corazón de la noche. El desgarro ofrece una visión única, un detalle nuevo de lo viejo, el hombre que adorna al yo tiritando de circunstancia, tembloroso de anécdota, grávido de sí mismo. De ahí la urgencia de aligerarse, de desplomarse en un estornudo febril de palabras, de intensificar su inexistencia como única forma de existir. La quiebra mayor es la gran oportunidad de desgajarse del mundo y volver a él tonificado. Unas vacaciones en el infiernillo del recuerdo, deseo y culpa salivándose, salvándose. La literatura es la carroñera que se alimenta de este marasmo. El lector, carroñero también, asiste, cata, degusta, asiente o hace una mueca de disgusto: lee. Creación y lectura son las grandes carroñeras buscando redimirse.

Caballo sea la noche me parece un intento de hacerse un ovillo, de volver a la nuez, a la indivisibilidad del origen. Para llegar allí es preciso desandarse, atravesar un desierto de recuerdos hacia esa orilla sin tiempo entre la memoria, la ensoñación y un acto de sometimiento a nuestra violencia natural, nuestro último esplendor.

La tentación del lenguaje. El exceso de nada, el rodeo ampuloso, la cicatriz del mundo entre las hojas. Escribir es puro juego, vivir es otro tanto. Y nada más estimulante que jugar por jugar, sin arraigo verdadero, por una lucidez azarosa, hermosa, llamando a las cosas por un nombre anterior a ellas. Así el lenguaje es puente entre dos vacíos. Este desviarse a conciencia consiente en la única intriga narrativa que deja ilesa el huracán lírico y freudiano. La carta. El asunto. El caso. Lo innombrable. Alan. Óscar. Rosa. Y Marcelo. La elipsis es juguetona, rabiosa, no oculta que hay poco que ocultar. Ese vicio escritural de estirarse como un saludo al sol en la mañana del folio, tan cine de autor, quizás demasiado visible, demasiado evidente, pero poderoso de imágenes y una belleza perturbadora. Nuestro Slimani borboteando verbo. El caso es monstruoso y a la vez –y esto lo hace doblemente monstruoso– puro. Hay una pureza flotando como un cuchillo a punto de hundirse en la noche. La moralidad puesta a prueba: «porque si la tiniebla se hizo fue por la mirada sobre el acto, no por el acto en sí mismo» (p. 85). Tanta espera termina afeando el desenlace, rebajándolo, (y quizás no sea el desenlace sino nuestra mirada sobre él), lo que parece una honda revelación: lo puro es el juego, no su razón. Y, cómo no, el debate sobre si aberración o incomprensión, sobre si abominación o claridad. En este dilema insoluble radica todo el peso de esta novela. Y también su éxito.

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