Personajes desesperados, Paula Fox


Enseguida comprende uno eso que dice Franzen en el prólogo sobre la forma en que esta novela se rebela contra su perfección. Todo está organizado con extrema cuidado. No hay frase de relleno ni, quizás, respiración que no persiga obsesivamente un sentido global y compacto. Esa persecución del significado puede ser su propio azote: la inutilidad por exceso, la falta de sentido por superabundancia.

La concienzuda estructuración conceptual articula una trama que va a leerse desde el inicio en más de una dirección, en más de un sentido. El gato, su ataque, Sophie y Otto, los vecinos, sus amaneramientos de clase alta que ha de guardar la impostura para distinguirse de los vecinos pobres y groseros, el elitismo en el corazón de un barrio empobrecido (que es todo un país empequeñecido y miserable), los contrastes, la conversación laxa por debajo de la cual bulle una sordidez que es pura golosina. En esta ordenada aglomeración de simbología, Fox se hace verdaderamente imponente, su escritura/escultura es una fortaleza inexpugnable.

Se puede dar con la originalidad a base de clichés. Otto y Sophie son una pareja culta y rica, sin hijos, que acude a fiestas donde se habla de Fellini y Fred Astaire. El suyo es un éxito prefabricado que recuerda al baile de máscaras de American beauty. Una bomba de relojería cuya cuenta atrás comienza con un suceso aparentemente intrascendente: el mordisco del gato desencadena un auténtico thriller psicológico como un seísmo que hace temblar los pilares de sus (no tan) plácidas existencias. Entre Otto y Sophie se van descubriendo unos lazos intrincados, una compleja red de sospechas y confidencias, lo que viene a ser su mundo privado. El proceso de este desvelamiento, el fluctuar de los estados de ánimo, se despliega con una naturalidad tan medida que confiere al texto esa robustez narrativa que debe de ser el magisterio que Franzen atribuye a Fox y por el que la sitúa a la cabeza de las letras de su tiempo, por encima de nombres como el de Philip Roth.

Personajes desesperados nos adentra de una crisis de un matrimonio roído desde sus cimientos, como un mecanismo de acción-reacción: una vaga aspiración de hogaridad y respetabilidad que se vuelve, simplemente, llevadera. El matrimonio –y aquí tenemos a Kramer contra Kramer– es ese lugar donde se comparten miserias, donde se produce un pacto de silencios mutuos y donde el anhelo se construye con el reconocimiento de su propia pérdida. La vida propia enmascarada bajo las amables apariencias de este matrimonio y sus allegados, un brevísimo elenco de personajes atrapados en su ángel exterminador de lujo ocioso. Vidas perfectamente organizadas para la tristeza.

Hay un momento muy interesante en la novela cuando los personajes, desdoblados, contemplan sus propias vidas desde fuera, espectadores de sí mismos, liberados por un momento de sus rutinas. Esa era, parece decirnos Fox, la libertad. Abandonar por un momento la fractura interior, o manifestarla, no tener que disimularla. Lo contrario produce un agarrotamiento, una falta de naturalidad que deviene malestar. La vida como escaparate y decorado, desnaturalizada, cumple una función social que no era su función primordial. Grilletes disfrazados de costumbre y distinción: «Con qué rapidez se hace pedazos la cáscara de la vida adulta». Los personajes toman perspectiva de sí mismos y se ven absurdos. No son de una pieza, son seres escindidos cuya complejidad se aproxima bien a la nuestra. Hemos perdido el contacto con esas aguas subterráneas que arrastran nuestros anhelos, como si de repente tomáramos conciencia de la deriva, la desorientación y el halo de fracaso que nos rodea. De niños soñadores a adultos exhaustos: «Me gustaría que alguien me dijera cómo puedo vivir».

Este malestar es lo que hace que Otto y Sohpie estén íntimamente unidos en su desesperación. Pero también Francis y Charlie, o Ruth, todos personajes rotos, de alguna forma epítomes de su tiempo, crucificados en la cruz de la aparatosidad y el vacío, a la idea de felicidad impuesta por ese mismo vacío. Pequeñas traiciones, regiones oscuras inconfesables, sospechas en la sombra, siempre al borde del desmoronamiento, hacen que todo se vuelva hostil y sospechoso, el barrio, el trabajo, sus propias emociones. La maquinaria ha engullido al individuo, incluso en lo más íntimo. Hay un instinto de oponerse a la maquinaria oficial, una intencionalidad política desde la propia intimidad del hogar. La hostilidad latente se vuelve violencia revestida de las formas más cotidianas y exasperantes. Los personajes, en su cinismo de luchar contra sus propios sentimientos, se dejan hacer arrastrados por un fatalismo casi ornamental, un derrotismo con que adornan sus vidas impostadas, sus soledades de diseño. Ese proceso es el que queda retratado, esa lucha interna, su furia a discreción.

Sophie, bajo el signo de un fatalismo enfermizo, percibe la catástrofe como potencialidad detrás de cada acontecimiento. Todo tiene un reverso macabro. Un aire amenazador parecido a los pájaros de Hitchcock. Elementos inquietantes: el ataque del gato, el ratoncillo escondido en casa, el hombre negro que entra en casa, el vandalismo de la segunda residencia, el llanto del niño de madrugada, el cristal roto por una piedra en la casa de los Holstein. Presagios. Un enemigo invisible acecha. Resulta sobresaliente la recreación de ese estado de desesperación que parece haber invadido toda una ciudad. En lo íntimo, cada mínimo acontecimiento es una evaluación de sus vidas. El mordisco del gato tiene un valor simbólico pero también catártico. Sophie busca ser víctima de sí misma, para ahorrarse afrontar lo terrible: que no lo sea. Necesitaba dañarse para darse un sentido. Se vuelve visceral, impredecible, impulsiva. Está al borde de algo. Está desesperada.

Las imágenes, afiladísimas, están siempre colocadas en el lugar exacto. Algunas, como la final, justifican los elogios de Franzen y los validan generosamente. Este libro, tan sobrio, tan cínico y contundente, es un pequeño milagro de artesanía y de inspiración que refleja una psicosis muy de nuestro tiempo. Un minucioso retrato de las relaciones humanas en su miseria y disfuncionalidad, dentro de un contexto opresivo en lo psicológico, de inseguridad y profundo pesimismo en lo social, que casi se revela como el más genuino fatum de la modernidad.

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