Hablemos del decoro
«Alguien que piensa en retirarse en el segundo set no juega así el resto del partido.» El pasado 21 de enero el joven tenista español Carlos Alcaraz caída derrotado en los cuartos de final del Open de Australia ante Novak Djokovic, un resultado que podría parecer sorprendente si tenemos en cuenta que el laureado tenista serbio tuvo que irse a vestuarios en el primer set para recibir asistencia médica. Al finalizar el encuentro y tras perder los siguientes tres sets seguidos, Alcaraz pronunció estas palabras con las que insinuaba lo que todo el mundo piensa sobre Djokovic pero nadie dice, no sé si por lo de la presunción de inocencia o más bien por una enrevesada cuestión de decoro.
Así que hablemos del decoro.
¿Qué es el decoro? Por decoro nos callamos lo evidente, fingimos, incluso mentimos por un extraño sentido del decoro en pos de una convivencia que en realidad más bien parece sumisión. Sumisión, ¿a qué? A quien maneja los hilos de la función, a quien sostiene la fusta y marca el ritmo, a quien domina y ejerce su derecho a establecer a su conveniencia las normas de un juego que se vuelve feroz para el otro, ese que acepta ser mancillado discretamente, siempre en un segundo plano, pues si conserva el aguijón no está en su naturaleza usarlo.
Pero, recordémoslo, todo es por un bien mayor. Se trata de pequeñas e insignificantes concesiones a la verdad para apuntalar la belleza. ¿Que qué belleza es esta que requiere tanto sacrificio anónimo? Pues la belleza de un mundo que aspira si no a la perfección, al menos a un precario equilibrio, al sentido de fondo. Un mundo sin aparentes fisuras, en apariencia ordenado, limpio, aseado, de una pieza.
Estas son las normas del juego: debemos esconder todo aquello que pueda considerarse indecente, por ejemplo una acusación tan directa de juego sucio, de engaño o vulneración de las normas establecidas, más a la leyenda del tenis, alguien cuyo nombre ya es tan grande que para qué vamos a fijarnos en el absurdo detalle de romper raquetas en pista, alguien que plantó cara a los lobbies pro-vacunas de la pandemia y que, ya en la etapa final de su carrera, conserva la ambición suficiente para estar bajo los focos mediáticos de medio mundo.
En su raíz latina, la palabra decoro alude tanto a adorno como a decencia, lo que crea un vínculo bastante llamativo entre el bien y la falsedad, como si nos dijera que sí, que es conveniente hacer estas pequeñas concesiones a la verdad, que es ante todo una cuestión pragmática: para que Djokovic no se enfade es mejor no decir lo evidente, porque decir lo evidente, como parte del trato que es, te sitúa a ti en el lugar equivocado, si abres la boca te conviertes automáticamente en el chico malo, en quien siembra la tempestad, en Caín y su semilla del mal. Y eso es lo último. El engaño, el timo y hasta el hurto están permitidos incluso a plena luz del día con tal de correr un tupido velo y adecentarnos, porque qué fastidio tener que reconocer mi falta solo porque tú no quieras entrar en los juegos de mi mente.
Pensadlo un momento y enseguida encontraréis a alguno. Hay gente que se ha convertido (o quizás ha nacido así) en verdaderos especialistas en la mezquindad. El decoro que piden para sí, se lo deniegan al resto del mundo con una inusitada mezcla de soberbia e impunidad. Gente que se salta la cola, gente que necesita imponer su verdad, a menudo irracional y ofensiva pero suya, gente que a la mínima no duda en humillarte, en pisotearte para darte una lección a ti, a los suyos y a él mismo: porque, ya lo sabes, el fuerte tiene plenos derechos sobre el débil. Y no lo olvides: el débil siempre eres tú.
Por tanto, esto es una cuestión de asimetría impuesta y finalmente aceptada. Legitimar un acto violento camuflándolo: el egoísmo se vende muy barato. Cualquier persona puede retrotraerse al orangután y darse golpes en el pecho reclamando e imponiendo su privilegiado puesto de mando en esta selva que aún ve en el mundo. La asimetría se consolida y se perpetúa una miopía interesada: como el mundo me parece una jungla hago todo lo posible por que el mundo sea de hecho una jungla y de esta forma, puesto que el mundo «casualmente» es una jungla, no tengo más remedio que seguir yo mismo la ley de la jungla.
Pero en ningún caso aceptaré que verbalices o siquiera insinúes el retorcido mecanismo del que me valgo para oprimirte con mi fuerza simiesca. Habrás de comportarte como si yo fuera el más ejemplar de tus conciudadanos. Y, ante la desigualdad que tú y yo hemos aceptado, habrás de actuar como el cordero ante el lobo. Mi mugre será mucho más importante que tu limpieza. Tus valores y tus principios son mi desayuno. Y, por supuesto, me negaré a medrar intelectualmente, a adecentarme por dentro o a que mi decoro sea una consecuencia ética y formal del principio universal de bondad e igualdad. Ni lo sueñes. Me negaré a ceder cualquiera de los múltiples derechos que te he arrancado con el cinismo y la arrogancia que me caracterizan.
Ante esto, te preguntarás conmigo, ¿qué podemos hacer? Esforzarnos, plantar cara, simular lo que no somos como un camuflaje inverso en el que me fabrico un decoro a costa de la impunidad que yo también merezco; o bien es todo lo contrario y no he de esforzarme sino hacer caso al wu wei, ese paradójico concepto taoísta del hacer no haciendo, entender que siempre es mejor dar un rodeo que irrumpir como un elefante en una cacharrería, que la rigidez me dará dolor de cabeza y que lo mío, cómo no, lo mío es la suavidad, esa tierna frialdad del mundo que decía el poeta Juan F. Rivero; un desapego a tiempo es mejor que la úlcera y la colonoscopia que me supondrá todo el estrés y la bilis de verme abajo y no aceptarlo. Ser un revolucionario exige de mí unos genes que no tengo. Enfrentar continuamente la monstruosidad del mundo es un trabajo hercúleo para el que sinceramente no me siento preparado. Y para qué engañarnos: tampoco es mi ikigay. Yo solo quiero estar en mi sofá con una manta y alguna mínima satisfacción eventual. Y ni siquiera eso. De nuevo cito al poeta Juan F. Rivero: «No tener nada / salvo un montón de libros / y unas manos / distintas de las propias / entre las que dormir.» Porque al contrario de lo que nos han vendido los yanquis y su enferma cultura voluntarista, yo no quiero que mi vida se reduzca a un esfuerzo continuo. No, como dijo Lorca, yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado.
Me pregunto si el esfuerzo trae la felicidad. Si me pongo a hacer cien burpees diarias, si duermo cinco horas y elimino mi fokin panza, me pregunto si todo eso me haría tener una existencia realmente plena y feliz. Pero a mí se me hace que eso sería como regresar de golpe al mono que me llama y que no es un mono melancólico y reflexivo sino aquel orangután de los golpes en el pecho. Así que, querido Carlitos, mejor resguárdate a la sombra de un plátano como hacían los filósofos antiguos, o a la sombra de una higuera como hizo el Buda, y simplemente olvídalo, deja que todo fluya como el río de Heráclito, olvida tu ego y el ego de los demás, olvídate a ti mismo, olvida a Djokovic, el Open de Australia y la sed de éxito sobrehumano que te embarga. Olvida incluso tu nombre y, por supuesto, olvida también estas palabras. Con suerte, entre todos crearemos un inmenso océano de olvido en el que nadaremos felices, juntos, para siempre, a salvo de nosotros mismos, reconvertidos de corderitos y lobos en nadadores, en gotitas de agua, en moléculas invisibles, en pálidos reflejos de la luna, en la espuma que baten los yates y los trasatlánticos desde los que, quizá, con suerte, algún poeta soñador nos mire y se funda con nosotros y seamos para siempre lo que ya somos en potencia, esta sed de otro éxito que no va en línea recta porque no va a ninguna parte, un éxito que se mide en soledad y ausencia. Nuestro triunfo es repetirlo una y otra vez hasta el infinito: «No quiero mundo ni sueño, voz divina, / quiero mi libertad, mi amor humano / en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera. / ¡Mi amor humano!»
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