Notas sobre erotismo y consumo


El amor es algo que inventó un tipo como yo
para vender medias de nylon.
Don Draper


Leo en una publicación digital sobre moda lo siguiente: “el titán low-cost de las tendencias ficha a las dos tops que han encandilado a diseñadores y fashionistas [sic] de todo el mundo” (www.telva.com). Tras reponerme del neologismo, voy a la web de Zara y encuentro un diseño extremadamente minimalista: de fondo Freja Beha, una de las tops fichadas, sentada en una silla del revés, con un brazo doblado sobre el respaldo y rodeando su pierna derecha; el pelo suelto, mechones agrestes que adornan su porte leonino, insinuante; mira a la cámara (al consumidor) mientras la boca, de labios ampulosos y un dibujo casi perfecto –cuestión de genes nórdicos–, acoge el dedo índice de su mano izquierda entre unos dientes que ralean provocadoramente. Una estampa en blanco y negro más que sugerente. Ropa básica, una pared con un cuadro que casi ni se ve y una cortina al lado. La marca en la esquina superior izquierda: Zara.

Cientos de miles de mujeres, hijas, madres y abuelas, entrarán a Zara impelidas por ese ritual de integración social que es el consumismo. Freja, que lanza sus ojos a ellos como un águila su garra sobre la presa, las mirará a ellas con una no disimulada condescendencia. Y voilà. Habrá funcionado. El reclamo, en un extremo de la cadena, es simple: el cuerpo. Al otro extremo está, con residencia en un pueblo gallego y aspecto bonachón, el capitalismo.

Explica Thorstein Veblen en su mítico Teoría de la clase ociosa que el cuerpo en las sociedades primitivas y bárbaras se valoraba por su aptitud física, su fuerza y robustez para la realización de tareas como la caza o la lucha. En nuestras sociedades modernas, la tecnología ha transformado el cuerpo en un medio-residuo del que ya no se espera fortaleza física; ya no es necesaria para la práctica de nuestros modernos trabajos “dignos”. La publicidad ha hecho el resto.

Ya no sirve para trabajar, pero ha encontrado una mejor ocupación. La sociedad, magnánima proveedora, le ha atribuido al cuerpo un valor de signo que remite en esencia al ocio y sus valores de clase: la juventud (impuesta en todos los órdenes de la vida y concretada en gadgets que van desde el auge de las discotecas y toda la vestimenta y ornamentos informales hasta los negocios farmacéuticos que pregonan el enésimo elixir de la eterna juventud), la “línea”, el bronceado, el gimnasio o la cirugía. Hoy nuestra clase media ociosa parodia aquellas sociedades primitivas con el nuevo primitivismo ocioso. Y está al servicio de la seducción, el exhibicionismo y la competitividad, valores dominantes que reproducen en todos los ámbitos –información, educación, trabajo, ocio, familia– la lógica aplastante de la publicidad. Freja ya es mitología moderna: concentra nuestros sueños y los aprisiona.

Si entonces aquel era el oficio de los hombres físicamente aptos, hoy, trasladado el éxito profesional al campo tecnológico, el cuerpo se entrega de lleno al logro del éxito, marcador social por antonomasia de la felicidad vendida que funciona como motor indiscutible de nuestras vidas. Tatuajes, escotes, tintes, rinoplastias, la lógica del sexo y la diversión intrascendente y a toda costa; toda esta amalgama de dispositivos sociales de la juventud y de la inmediatez se sirven de los altavoces técnicos a su alcance (mass media, publicidad, redes sociales, cine, televisión) para promover nuestra imagen social como metáfora exteriorizada del abandono colectivo de nuestro interior (recuerdo la abulia sin motivo aparente de La mujer zurda, de Handke, la indeterminación de la voluntad de Bartleby, el individuo desintegrándose que era Gregor Samsa en La metamorfosis o la estremecedora historia íntima de la protagonista anónima de Una mujer sola, de Isabel Blare). Eso que antes recubría el cuerpo, el alma, ya no recibe unos cuidados que se redirigen a una nueva instancia de culto y salvación: nuestra piel, nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo es nuestra empresa.

La mirada vacía de Freja se ha convertido en un signo, pues nada aquí es lo que parece, sino que remite a algo más. Ese algo más hay que buscarlo entre estos conceptos: poder y deseo. Hay relación de poder, pues hay deseo. La publicidad se sirve del erotismo en abstracto como un juego en el que el individuo participa, mejor dicho, un juego en el que el individuo tiene la ilusión de ser partícipe. Esa ilusión colectiva logra acrisolar cualquier divergencia en un patrón de uniformidad vendida como diferencia. Algo que limita la singularidad, como hacen los escaparates de moda con alcance planetario, pretende pasar por mesías de la diferenciación.

Este patrón de uniformidad de la moda también se da en modernas conductas de masificación como el turismo vacacional. Para ello nada como analizar nuestras playas. Habla Baudrillard (La sociedad de consumo, Siglo XXI) de esos padres que van a la playa y le ponen a su hija impúber un sostén o de los fabricantes que le ponen sexo a una muñeca. Zara sencillamente reproduce con éxito comercial rotundo lo mismo que hacemos todos cotidianamente: sexualizar nuestra vida a través de los objetos que nos rodean y que terminan definiéndonos. Pero esta sobreexposición de signos sexuales, avisa Baudrillard, contiene una castración de la verdad. Agregar signos sexuales donde no es necesario responde a una lógica inconsciente cuyo último fin es escamotear la verdad: desvía la carga simbólica hacia la metafísica cultural del sexo reificado.

Porque nos gustan los objetos y nos gusta jugar con ellos. Vivimos lo lúdico y nos pasamos horas descifrando las múltiples combinaciones del salpicadero de un coche, de una vídeoconsola o de una película porno. Objetos, bienes y servicios acaban constituyéndose en otra cosa que la que son. Su valor no procede de su uso sino de lo que representan o de la cantidad de juego que nos ofrezcan. Como en la escena de La naranja mecánica en la que, mediante imágenes súper rápidas, el protagonista juega con dos chicas todas las combinaciones posibles que permiten un trío. Así, la moda, la infancia o el sexo, siguiendo la ideología consumista en la que somos adiestrados, son convertidos en objetos y, finalmente, consumidos.

El consumo se da, por tanto, en un ambiente altamente erotizado y remite siempre al yo. El consumidor es individualista, exige una personalización de los productos. El consumidor-narcisista aspira, pues no puede serlo, a llevar en apariencia los mismos signos de riqueza que la clase social superior. Por eso Zara democratiza la moda o Ikea la decoración, convirtiendo (pervirtiendo) la singuralidad real en diferenciación ficticia cuyo único motor es la búsqueda de un estatus social. A ello, a lograr un hueco en la sociedad del anonimato, nos ayuda el cuerpo con su colección de tatuajes, piercings o complementos de moda. Seducir y ser seducido es la lógica de nuestro tiempo y la hemos trasladado a nuestras relaciones, nuestro trabajo y nuestro tiempo de ocio. Todos los ámbitos quedan impregnados y traspasados por el imperativo de goce que mueve a adolescentes y adultos anhelantes de juventud. Nuestro cuerpo es nuestro capital en el que, con claros objetivos capitalistas, hay que invertir para obtener frutos.

Obligados a gozar en todo momento, a ser siempre jóvenes, a rentabilizar nuestro patrimonio erótico visible, consumamos y consumimos el mito de la felicidad que la sociedad del bienestar nos ha concedido. Una sociedad que nos ha impuesto la capacidad de elección bajo la apariencia de libertad. Y una sociedad que ha aniquilado toda función simbólica de lo erótico y del sexo para convertirlos en signos que remiten directamente a una marca y a nuestro deseo, creado a su imagen y semejanza. Y, una vez consumado, experimentamos el vacío y la inconsistencia de un yo “flotante” entre los múltiples signos-objetos de los que nos rodeamos creyendo que de verdad poseemos algo. Caminamos por la calle vestidos de Zara, sintiéndonos parte de esto, quizás sintiéndonos seductores o dejándonos seducir por el simulacro casero de Freja Beha en un bar. Habrán pasado años y habremos sido felices en la medida de nuestras posibilidades (económicas). Otros ocuparán nuestro lugar y el mismo sistema que se sirvió de nuestra vida alienada reciclará tendencias para servirse de los siguientes consumidores obligados a gozar y a ser siempre jóvenes.

¿Qué es realmente el erotismo hoy? Erotismo moderno equivalente a enfermedad o desviación como los atormentados personajes de La pianista  de Haneke o La humillación de Philip Roth. Erotismo, no como abstracción teórica sino en su significación histórica, es erotismo entendido como signo de poder. Poder del hombre sobre la mujer, poder del sistema sobre el individuo, poder, en cualquier caso, del explotador sobre el explotado. Erotismo al servicio de la ideología dominante se convierte en erotismo-discurso (Foucault) y erotismo-dominación. Primero fue la represión y ahora es el secuestro del sexo por la publicidad. Aún está por llegar el tiempo en el que el sexo y el erotismo sean liberados de otros discursos sociales, políticos e históricos.

Publicado en Icaro Inc. NºXIV: El erotismo / L'erotisme http://www.icaroincombustible.com/  

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