El ovejo

Siento envidia de un hombre que ha tenido
la fruta de tus muslos en su boca.
Hoy la ceniza al paladar sofoca
y es la lujuria un dolmen aterido.

No quisieron la muerte ni el olvido

que fracasara este fracaso. Hoy toca
soportar en el ánima esta roca
de lenta envidia por aquel que he sido.

Mientras mi piel conviértese en pellejo,

mi alma se acaba y mi vivir se cierra
sólo encuentro consuelo en esta envidia

de cuando eras mi oveja y yo tu ovejo,

de cuando era tu perro y tú mi perra,
de cuando era tu ofidio y tú mi ofidia.


Félix Grande


Hay una modalidad un tanto masoquista y tautológica de la envidia que toma forma de repetición inútil y viciosa. Como una serpiente enrollada sobre sí misma en una espiral sin fin, la envidia, que es tristeza o pesar del bien ajeno, en esta difícil modalidad, toma al yo, o una parte de él, como alguien ajeno. Una disociación que permite el extrañamiento, la enajenación por la que sentirnos, por fin, irremediable y rotundamente tristes. Ese estado de insatisfacción, esa incapacitación del presente en virtud de un pasado que nunca se ha ido, mezclados con un arranque de sangre en rebeldía, tiene sus resonancias en estos otros versos de Vallejo:

Intensidad y altura

Quiero escribir, pero me sale espuma,
quiero decir muchísimo y me atollo;
no hay cifra hablada que no sea suma,
no hay pirámide escrita, sin cogollo.

Quiero escribir, pero me siento puma;
quiero laurearme, pero me encebollo.
No hay toz hablada, que no llegue a bruma,
no hay dios ni hijo de dios, sin desarrollo.

Vámonos, pues, por eso, a comer yerba,
carne de llanto, fruta de gemido,
nuestra alma melancólica en conserva.

Vámonos! Vámonos! Estoy herido;
vámonos a beber lo ya bebido,
vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva.



Así que vámonos! al grito unánime, enfrentemos el miedo al vacío, convirtámonos en otro yo, el ovejo que come yerba y se encebolla, encelado de su cuerva, su ofidia, su perra, su pasado, su vida, su todo, su nada.


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