El león, la herida y la rosa

No puede entenderse sino como torpeza que hubiera leído antes este poema pero que sea hoy, años después, cuando, como esos animales fabulosos, he advertido su presencia. Sé que tiene que ver con mis ritmos de lectura, que van ligados a mis propios ritmos vitales. Esos que nos tienen a merced de este pantha rei otoñal, obra de su tiempo y nuestro tiempo.



EL LEÓN, LA HERIDA Y LA ROSA

No sé de dónde vuelven, tan abstractos,
ni quién empuja a quién, por qué se siguen,
por las calles vacías de sí mismos,
como voz al aliento hasta su casa.
Más que un cuadro componen un emblema,
como dos animales fabulosos
o demasiado ciertos para ser
precisos, como dos alrededores
que se juntan sin más a cada instante
para ver si el aliento está en su casa,
o dos despalabrados que se besan
por creer que una casa es solamente
allí donde el aliento llega antes.
No sé con qué decirlos,

si aún deben cumplirse en mi palabra
para estar en mi sangre como el rumbo
que recorrió su sangre hasta su cuerpo,
o se han cumplido ya, como sus gestos
en mi modo de andar o de dormir,
de llamar a las cosas por su ausencia,
por pura educación de lo que existe,
o de amar los milagros sin creer
en milagros; si son, más que un enfermo,
una silla, una mujer; o mi padre,
mi madre y una enfermedad cualquiera,
un león, una herida y una rosa
en un jardín municipal, fundidos
como el viento y el árbol

hacen carne. Es demasiado pronto
para que los recuerden, para ser
sólo un producto de la fantasía,
hijos de una literatura escasa
para lo que vivieron, padres de una
gran emoción política, testigos
de la resurrección. La primavera
se ha equivocado un poco en sus figuras,
los ha dispuesto en un lugar visible,
entre la furia y la delicadeza,
ajenos a la culpa y al perdón,
para ensayar su panta rhei qui tollis
peccata mundi con las otras cosas;
inmunes a mis ojos.

El tiempo menos solo, Abraham Gragera (Pre-textos, 2012)


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