Como amigos

Uno vuelve a ir a presentaciones de libros. Uno incluso recibe varios mensajes invitándole a leer en público sus cosas, y se lo toma con asombro e inquietud: asombro por que se acuerden de él, inquietud por ser de nuevo el cazador cazado, por exponerse en un juego de espejos en el que no termina de creer pues no sabe a quién pertenece la imagen mutilada que le devuelve la intersección de dos cruces de caminos. Soy un cruce de cruces de caminos, escribió Martín López-Vega. Yo era un verso que prometía, el poeta Reche. Uno ha bailado en el alambre algún tiempo, simulado inclinación por la lejanía y por todo lo contrario. Al final, uno sigue sin saber gran cosa. Ni siquiera quién es uno. 

La primera presentación fue la de Yaiza Martínez y su apabullante Tratado de las mariposas, en la librería Picasso de Granada, más humana con el bueno de Claudio, librero que te saluda con un apretón de manos como si te confiara el mayor secreto del mundo: que no hay ningún secreto. Allí estaba Carmen Anisa (sus cosas aquí), tan llena de nostalgias como de proyectos, con la sensación de los viejos amigos, esos que retoman una conversación cinco años después como si no hubiera pasado el tiempo. A la segunda, hay que confesarlo, acude uno por el presentador y por la anfitriona: Juan Andrés y Marian, o Marian Ubú. Y porque literalmente pasaba por allí y pudo entrar sin hacer mucho ruido y hacerse un hueco atrás, junto a Montale, Ashbery y Juan Eduardo Cirlot de saldo. El libro: Quizás nos baste la tierra, de Javier Pérez Barricarte, treinteañero y norteño de quien se dice que le gusta idear juegos de mesa y que da clases de filosofía de la India y de China, y además escribe versos así: 

Antes que el tiempo
calle por nosotros
hemos visto

aflojar los nudos
ir donde uno vuelve
llegar el frío

poner la taza
un poco más lejos
de la mano

y ver al vaho
ensayar la lejanía.

En ambos casos uno experimenta consigo mismo, bucea, desentierra, carcome. Recuerda aquella lectura de René Depestre y sus inmortales y bellísimas flores en el buzón, desde una butaca de algún paraninfo inventado en la facultad de Derecho que años después acabaría en llamas por dos veces, si es que no fue un sueño. Y había buena compañía, por supuesto efímera y decisiva como las placas tectónicas por debajo de los ojos, como en los sueños. Recuerda a Antonio Gamoneda en Priego de Cuenca, cuando se me disparaba el flash de mi antigua cámara cascanueces, ruidosa de carrete y marcha atrás, ante aquella voz de otra vida cavernaria, herido en un codo, manando poesía como una aparición fantasmal, totémica, ya anciano antes de ser anciano, entre el calor de premoniciones que uno ignora tanto que acaba por conocerlas como amigos. 

Y por allí han desfilado Erika Martínez, Luis Melgarejo, Jesús Ortega, quizás Ángeles Mora, pero también, en fotografías o ensoñaciones, Julio César Galán, José Manuel Martínez, José Cabrera, el propio Juan Andrés, o uno mismo. Porque hay un hilo de raíz que comunica el cielo con la tierra y ese trasvase de tiempo se parece mucho al poema que lleva dentro, incomunicable, esencial. El premio es tu poesía, te dijo, consolándote, el poeta. El premio ha de ser siempre la poesía. Lo irrenunciable, casa nutricia que perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que se nos alejan. 



Librería Ubú (Granada), 11 de mayo de 2018.


Comentarios

  1. Cuánto me alegro de que hayas regresado a "La vida no existe". Tus lectores te echábamos de menos. Y gracias por dejar este recuerdo de una presentación entre amigos

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