Dasha, Ben Brooks

Si te gusta este libro me caes bien. Así termina el prólogo de Jim Chapman, editor inglés de Fences, traducido como Dasha al español. Basta leer un par de páginas, las dos primeras, para entenderlo. Uno se está adentrando en algo tan vivo y tan maleable que casi necesita detenerse y advertirse: me estoy adentrando en otro. A partir de ahora voy a tener compañía: la de alguien en quien corro el riesgo de reconocerme. 

Soy un hombre en un agujero. Así comienza Dasha, un libro que plantea cuestiones tan primordiales como el sentido mismo del arte. La escritura como un proceso de autoconocimiento y de redención en un contexto de crisis. La construcción de un lugar de diálogo para conjurar los fantasmas que, como capas superpuestas, nos conforman. «Te estoy escribiendo una carta para contarte que ya no existes y que todo lo que me recuerde a ti será tratado a partir de ahora como si fuera un sueño, o un sinsentido». 

Todo esto visto y expresado desde un prisma adolescente, con esa bisoñez de lo tremendo, antes de que el mundo se vuelva solo mundo/mundo solo. Diario adolescente por donde desfilan personajes dispares en un ambiente onírico, irracional y absurdo, con una tipografía cambiante, de contrastes, que subraya el nebuloso juego de evocaciones. La falta de un sentido discursivo remite directamente a la falta de sentido en la vida. Daniel Jándula hace una reflexión similar en Tener una vida (Candaya, 2017), desde la edad adulta, más sosegada pero con parecida incertidumbre. La mirada desde un agujero (recordemos la descomunal historia que escribió Iván Repila en El niño que robó el caballo de Atila) enraíza este libro en el continuum de una tradición literaria de la que no es fácil ni recomendable huir. El agujero pertenece a un tipo de escritura desde abajo, de profundis, donde la perspectiva importa más que la realidad descrita. 

Los pecados de la adolescencia son esa clásica exacerbación, tan romántica, de un yo hipertrofiado, primeros tanteos hacia un solipsismo de calado metafísico: «No estoy cualificado para hablar de nada que no esté dentro de mí». Incluso lo que nos conforma, siguiendo al genio maligno, está bajo sospecha. La vivisección del yo produce esta letanía de la pérdida, encharcada en elementos obsesivos que funcionan como estribillo o leit motiv, sístole de un corazón de caballo desbocado, con su pureza indómita y su belleza de espinas. Dasha lo es todo. Está ausente y todo lo impregna. Es la piedra filosofal y el centro de gravitación de toda la basura cósmica que la añora, con una añoranza cósmica. 

Dasha puede leerse, pues, como collage que aborda un periodo de crisis desde lo confesional y con una apuesta tan decidida como arriesgada por una escritura torrencial, en estado salvaje. El hilo conductor en la maraña de ideas es precisamente este yo «emo, llorica, desorientado y egocéntrico», con su voz violenta y lírica, arrancándose literatura de la ansiedad como quien intenta encajar por la fuerza piezas triangulares en un agujero cuadrado. A martillazos. El lenguaje debe quebrarse al igual que las estructuras que lo sostienen. Sólo así puede abordar lo irracional de un amor sin medida y una insondable soledad.

Ben Brooks tiene su propio código y usa su propio diccionario de cables pelados. («futuro: un día ya no moriré nunca»). Exhibe este jovencísimo escritor un primitivismo y una esencialidad aún posible, quizás, por no haberse contaminado su mirada, su voz, todo él, de literatura. Literatura a salvo de la literatura, podría decirse. De hecho, según dice, escribió este libro para nadie más que para sí mismo. Y lo hizo en un estilo amalgamado, sin control y sin filtros, de un surrealismo impuro donde, si hacemos nosotros literatura, resuenan ecos del Neruda de Residencia en la tierra, donde vibra un realismo sucio, deslenguado y autodestructivo a lo Bukowski, de un expresionismo kafkiano. Pero no es nada de eso. Es Ben Brooks haciendo de las suyas.

Recuerdo, mientras leo este libro, la opera prima de David Lynch. Aquella inolvidable, inclasificable, impactante Cabeza borradora. Vuelvo a sentir esa rara atracción de perderse en laberintos donde lo onírico se topa con el fluir de una psique sin amordazar, terriblemente libre. Lo terrible es ejercer nuestra libertad, escribió Baudelaire, alguien que tendría mucho que decir de todo esto. 

La escritura desbocada permite el alumbramiento de la propia escritura. Escribir la escritura, tan umbraliano, donde las circunstancias del sujeto enunciador se convierten en circunstancias de la enunciación: el poema lo salva todo. Detrás de esta dispersión deliberada y de esta escritura en bruto, hay un paisaje en crisis, una quiebra del yo y su solubilidad en el tú. Historia fundacional del individuo en un mundo desconocido. El resultado es un poema salvaje, de una sola pieza, un fulgor de intensidad cegadora.

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