El karma de vivir al norte, Carlos Velázquez

Carlos Velázquez, el inolvidable tarado que parió La marrana negra de la literatura rosa, libro que leí con ardor y pasmo, sumisamente, que continuó su estela por inercia con La biblia vaquera (como siempre yo empezando por el final), ahora (es decir, en 2013) da otro paso en ese estupor narrativo tan fantástico y alucinógeno, pero sin perder una pizca de su torrencial escritura. Cómo olvidar la foto en la solapa del autor en aquella La marrana negra…, un Velázquez fúnebre o de CSI o de boda, un personaje más de su serio disparate.

Nuestro autor cáustico favorito hace trabajo de campo y nos cuenta su vida entre el fuego cruzado del narcotráfico, entre la coca y los trompazos en los tugurios de Torreón, la nueva Sinaloa. Diario de un drogadicto bien podría titularse este libro que a veces parece un chiste de Cimas. Capítulos como Otra noche de mierda en esta parte de la ciudad dejan poco lugar a la duda. Su manera de contar hace que el apocalipsis parezca divertido. Parque de atracciones del narco, asaltos, robos, secuestros, asesinatos sumarios, descuartizadores, violaciones y en medio una hija de cinco años, un jolgorio. El chispazo en la boca del estómago es su marca registrada y la sustancia que el lector espera esnifar en estas líneas que se leen de corrido. Y en el centro del fuego cruzado, la hija, ese último vínculo del protagonista con el decoro, incluso consigo mismo. Encontramos a lo largo de los capítulos un sutil recorrido por sus miedos de infancia recobrados de la mano de una niña de cinco años. «Si moría quién malcriaría a mi hija. Quién le regalaría vinilos de Black Sabbath y de AC/DC cuando se convirtiera en adolescente y decidiera rebelarse. Quién le daría dinero para que se escapara de casa». Los cinco años de su hija son, además, el pretexto de esta personalísima crónica: «Fue entonces que entendí una de las razones por las que me decidí a escribir sobre Torreón. Para explicarle a mi hija todo lo que no podía entender. Para que si un día me desaparecía o me encontraran muerto supiera por qué».

La corrupción institucionalizada y el estado de sitio permanente hacen que vivir en Torreón (también llamado Torreonistán) parezca un deporte extremo, igual que leer a Carlos Velázquez. En esto hay que admitir la coherencia. Velázquez desviste su ciudad, encuentra sus contradicciones, levanta la alfombra para mostrar la suciedad y la sangre acumulada. Como San Pablo al caer del caballo, el individuo que ve la luz ya no puede ignorarla. Torreón imanta, deslumbra, produce pánico. Y mata. Durante buena parte del libro la tesis parece ser que el narco no ha traído tantas penurias como la propia lucha contra el narco. Ciudad sitiada, militarizada, derechos civiles suspendidos. Miedo a que lucha contra el narco más que al propio narco. En este contexto perfectamente bélico, Velázquez se muestra empecinado en dar con la esencia / identidad  del torreonense. Así, repasa con bisturí desaforado los puntos cardinales del carácter del terruño, su geosentimentalidad, que resulta que son cinco: leche, carne, cerveza, cumbia y fútbol. Y un gen fronterizo. Este gusto por la hibridación permea incluso el discurso, lleno de referencias pop, contraculturales y mainstream, musicales, cinéfilas y seriéfilas, pasando por supuesto por la religión del fútbol. Lo fronterizo como ADN, constituyente irrenunciable.


Dice Carlos Velázquez, al hablar del inefable Tropicalísimo Apache y su cumbia, que un grupo con un sonido personal crea un narrativa. Habría que añadir que un escritor con una escritura tan personal crea una musicalidad. Carlos Velázquez tiene algo de puro, de bruto y de bestial. En su jerga desparramada hay frenesí pero también hay gotitas de qué sé yo, una esencia primordial que ha dado en la narrativa como un cochino en la charca de barro. A sus anchas. Una escritura hiperbólica para un mundo hiperbólico. Velázquez se siente un reportero de guerra incapaz de abandonar el campo de batalla. Padece del ángel exterminador, esa fuerza centrípeta que impide todo intento de escapada, quizás porque uno acaba asumiendo la sórdida sospecha: que no puede huir de sí mismo y que irse de Torreón sería lo más parecido a intentarlo. Hay que agradecerle a Carlos Velázquez, además, el conocimiento de Tropicalísimo Apache, grupo de culto a partir de ahora.



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