Ese verano a oscuras, Mariana Enríquez


Tiene este libro algo de quijotesco en el planteamiento, en lo bibliófilo. Unas jóvenes, en una de las modernas crisis, con deuda externa, prima de riesgo y desabastecimiento, se obsesionan con la lectura de un libro. Nada de caballerías ni bestsellers: asesinos en serie. Aunque igual tiene un puntito de lo uno y de lo otro. Un ejemplo es el fervor casi devoto que siempre ha suscitado la familia Manson. Recordemos también al monstruo de Amstetem, su atrocidad insoportable y fascinante; nuestro mítico Puerto Hurraco, Antonio Anglés y, más recientemente, los casos de Marta del Castillo o Diana Quer, tan abominables y a la vez tan mediáticos. Los asesinatos atroces tienen un componente bíblico que nos sacude en la sangre el primitivismo latente.

No es casualidad que esta, digamos, parafilia se dé en nuestras solitarias protagonistas dentro de un contexto de precariedad y violencia. Quizás como mecanismo de escape, quizás como forma de indagación o como marcador social en un intento de diferenciarse del discurso hegemónico, que en este caso no es precisamente esperanzador. Las tribus urbanas son como cajones donde nos distribuimos nosotros solos.

Y tiene este libro la frescura de esos veranos en zona de nadie, vistos en retrospectiva, con la mezcla de extrañeza, nostalgia y alivio de que pasaran. Mariana Enríquez conjuga todos estos elementos tiñéndolos de un biografismo que la literatura aclara, como una gamuza de reconciliación con la suciedad del mundo. El mundo, tan inexacto y pobre, al servicio de la escritura, también insuficiente, el rebelde y mezquino idioma. Pero María Enríquez hace por enriquecerlos con la certeza, esta vez sí, esperanzadora de este libro cuya oscuridad resulta propicia para alumbrar rasgos reconocibles de nuestro tiempo.

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