El tercer policía, Flann O'Brien


1. «A aquellos que buscan los lugares más elevados le son reveladas extrañas iluminaciones» (p. 191)

Entre la aguda alucinación y un cierto suspense inclinado al género negro, con sabor a Poe. En esto Flann O’Brien resulta magistral con un registro que debería tener denominación de origen propia. Desprende el aroma de lo canónico (con la bendición papal de Harold Bloom), con esa doblez psicológica de la voz narrativa, a un tiempo actor y espectador de sí mismo. Ese desdoblamiento resulta casi un manifiesto de principios éticos y artísticos. La seriedad es demasiado seria. Despeguémonos como un velcro de nosotros mismos. Por favor, no seamos absolutamente serios.

O’Brien dispone lo necesario para elogiarlo, como un anfitrión atento. Lo fantasmal, la intriga, lo cómico, la habilidad narrativa. Incluso lo laberíntico, el juego de voces cruzadas y cierta moralidad, «cada sílaba un sermón». Hay un estilo carnavalesco en la pérdida de identidad o en esa transvaloración con que choca el protagonista en su increíble peripecia, tan lúdica, tan poética y tan sorprendente. La hipérbole, la alegoría y un cinismo tierno. O’Brien despliega un peculiar surrealismo, una audacia de ingenio portentosa, a lo Lewis Carrol o a lo Frank Baum, por lo fantástico de esta fabulación que invita ostentosamente al culto.

La creación de un mundo desconcertante donde uno puede olvidar su nombre, encontrar a su alma y llamarla Joe, tener asignado el color de su viento natal o conversar con el hombre al que el día anterior asesinaste con una pala. Una ficción superlativa que no pierde el hilo con que nos ata, el hilo ficticio con que creemos ser descosidos en esta monumental obra del delirio contada con la gracia de un buen chiste.

2. «Puede que sea aquí y puede que no⎯dijo⎯ solo podemos intentarlo, porque la perseverancia es la propia recompensa de la perseverancia» (p. 104)

Junto al desdoblamiento de ese hombre que conversa con su alma o del que duerme junto a su sombra, está el optimismo. Un escenario que se vuelve edénico, como un abrigo nuevo donde todo es posible porque todo es insignificante. Lo importante es ese espíritu de aventura, el arrebato mágico que predispone al continuo asombro. La búsqueda de la caja negra es el epicentro de un maravilloso galimatías que parece advertirnos de la urgencia de dotar nuestras vidas de su epicentro, poco o nada racional, de un maravilloso galimatías unipersonal, una inacabable búsqueda deliciosamente quijotesca, que nos justifique y signifique.

Los diálogos, formidables, constituyen pequeñas piezas teatrales del absurdo. Recuerdan a Beckett, otro irlandés, o al mismo Valle-Inclán. El desfile de fantoches, lo grotesco, la sorna o el disparate. La lectura lo agradece: nunca cae en lo anodino ni en la pesadez. Uno se encarama a esta escalera de Escher, desarmado, dispuesto al feliz asalto.

Aporta Patricio Pron en el prólogo pistas para rastrear la influencia de O’Brien en la cultura popular, desde los Beatles a los Monty Python, podríamos añadir, pasando por Chaplin, Tim Burton o, qué sé yo, los hermanos Marx o Tricicle. El sinsentido, la incoherencia o el dato prolijo y minucioso acerca de los aspectos en principio fútiles y secundarios de la existencia, esa elusividad que va tejiendo una segunda trama llena de ramificaciones hilarantes encaminadas hacia la construcción de una aventura disparatada quizás solo en apariencia. ¿Para qué negarlo? Nuestras vidas son la miniaturización grotesca de una realidad necesitada de estos retablillos inabarcables.



3. «El principio básico de la sabiduría se basa en hacer preguntas pero no contestar ninguna». 

Esta declaración del Sargento Pluck en la página 79 bien puede servir de poética. El arte de dejar perplejo al interlocutor se parece, en efecto, a esa comunicación truncada, la pregunta sin cabo al que agarrarse. En este terreno se encuentra quizás la especificidad de lo artístico, de lo literario. Su objetivo ⎯si tiene alguno⎯ no debe encontrarse en la búsqueda de certezas o asideros, ni siquiera en cerrar un círculo tranquilizador de la razón. El arte es más genuino cuanto más irresoluble, lúdico e innecesario.

Mención aparte merece de Selby, esta creación literaria tan borgiana y espec(tac)ular. Sus supuestas y disparatadas teorías son un canto de sirena y un desafío a todos los órdenes, empezando por las que determinan las leyes de la física. Las innumerables notas a pie de página, algunas de hasta cuatro páginas en letra pequeñita, recrean con abrumadora prolijidad la personalidad, avatares, obra y recepción crítica del ficticio de Selby, figura esencial y primum movens de este libro. El genio creador de O’Brien, tan exquisito como desaforado, va de este detallismo inverosímil a ese tono vaporoso que nos traslada a regiones oníricas que redescubrimos íntimamente. Un lenguaje exquisito al servicio de una mente maravillosa, un combo ante el cual el lector solo puede admirarse y dejarse ir.

Dentro de este embrollo mayúsculo de la trama se suceden las transformaciones, la materia se vuelve maleable, los objetos se transustancian y todo adquiere una temporalidad impredecible. Hay una apuesta por las metamorfosis de la existencia, una reordenación de sucesos, lenguaje y materia para demostrar que existen muy diferentes caminos de llegar a lo mismo. Este gusto por el rodeo, en todas sus formas y manifestaciones, es quizás uno de los impulsos primeros del libro, que contiene un sinfín de alocadas teorías sobre la elasticidad de la materia, la futilidad del tiempo y la ingravidez del ser. Un alambicado panteísmo del universo contenido en cada gesto de la mano de una concepción platónica del cosmos que somos cada uno. Los cosmillos, dijo Juan Ramón.


4. «Mis rodillas se abrieron como capullos de rosas bajo intensos rayos de sol…» (p. 144)

Este aparatoso contingente teórico da lugar, por ejemplo, a uno de los relatos más sublimes que recuerdo sobre el mismo momento de morir. Un destino mortal que excluye lo trágico, algo inexplicable que simplemente sucede siguiendo extrañas leyes y donde el hombre, homérico, no llega nunca a comprender la magnitud de su viaje. El viaje de nuestro innominado protagonista tiene algo de debacle existencial. El desvelamiento de que cualquier aspiración a una noble verdad resulta una bagatela. Ningún sentido nos aguarda ni nos justifica. Esa eternidad de paja, el camino de Oz, todo tocado por la misma varita de mundanidad recalcitrante. Esta derrota es, como en Alonso Quijano, reveladora de la condición humana. La mezcla de angustia existencial y de graciosa frivolidad es otro de los portentosos hallazgos de este libro singularísimo.

Homero y sus viajes, Dante y sus círculos, la maquinaria opresiva de Kafka, el aire gótico de Poe. El hallazgo expresivo se une grácilmente al club de los fogonazos del lenguaje, desde el aforismo a la greguería, desde Tip y Coll a Joyce, pasando por Jardiel Poncela. La caída, el crimen, la investigación, el proceso en el que se nos acusa y sentencia, la esperanza de salir airosos y finalmente el desengaño. Nuestra carcajada se ve impregnada de una intolerable seriedad. Esa mueca desfigurada nos trasciende en un corte longitudinal que no caduca en el tiempo ni en el espacio. Es lo que convierte este libro en un manual de supervivencia válido y esperanzador: ha derrotado al tiempo y nos ha derrotado por sumisión, de pura alegría, por admirable descomposición de nuestra desmembrada humanidad.

5. «La bicicleta corría, impecable y sincera, bajo mis piernas» (p. 230)

El tercer policía es un compendio del absurdo, un absurdo literario que desafía el sentido atravesándolo, le da un rodeo de bailarín y sugiere que el sentido está precisamente ahí, en dar un rodeo. El viaje por el purgatorio de un muerto que no sabe que está muerto, una colosal fantasía merecedora de todo elogio. Una odisea que rebosa de los mimbres de lo que podemos llamar literatura fundacional, esa raíz «impecable y sincera» que devuelve latidos unánimes a cambio de lectura, que teje y desteje pasadizos dorados con la gran literatura y que nos alivia, nos consuela y nos restituye cierta capacidad para el asombro, la íntima materia de nuestra existencia.


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