El animal más triste, Juan Vico




«Los escritores estamos obsesionados con nuestro trabajo, 
pero el lector no tiene la culpa».

«Todos los libros tratan del hecho de escribir, sea cual sea su tema. 
Ponerlo en primer  plano es redundante».

«La autobiografía es el colesterol de la ficción».


1. Jonás y la pegajosidad proustiana: «… solo un apelotonamiento de breves escenas que se quieren oníricas, presumen de artísticas y terminan siendo poco más que pretenciosas».

Lo macro y lo micro, lo nimio trascendente. Lo insignificante coge altura gracias a la alquimia bondadosa de la palabra, aquí un conjuro de diseño exquisito contra el concepto de absoluto, o redefiniéndolo: lo absoluto está aquí, en la propia enunciación «lo absoluto está aquí», en el decirse, el crearse diciéndose, esa autorreferencialidad. Y luego el hecho anecdótico, fácilmente olvidable, salvo si, como Juan Vico, paladeas la realidad de las cosas como pequeños tótems encadenados. Véase: «Nos limitamos a curiosear mientras el aroma a fritanga de la churrería compite con la proustiana pegajosidad de una manzana de caramelo que Cecilia abandona, casi intacta, tres papeleras más tarde».

Los personajes están atrapados ⎯cómo no⎯ en su propia e intransferible contingencia. Un sencillo laberinto sentimental, el embrollo soterrado al que asistimos como testigos de nuestras propias vidas en ese marco existencial ajeno, ese cartón piedra tan fugazmente catártico, tan leve y tan trascendental. El absoluto y lo cotidiano. Dios en los pucheros.

Y ahí está el peligro, que acabe siendo un número de diseño, un artículo pretencioso, una pieza demasiado aseada y carente de nervio, roma a fuerza de frases afiladas y personajes profusamente culturizados, excesivos. Un culturalismo de salón, una pose de Instagram literario. Abunda una inclinación al enjuiciamiento de corte intelectualista. Todo es pasado por un cedazo de teorías y conocimientos acumulados, quizás como constatación de la inutilidad de cualquier teoría. Como si el verdadero propósito del libro fuera únicamente abrumarnos de erudición.

2. Un puro acto de lenguaje y el juego narrativo: «¿Para qué sirve la realidad si no puedes narrarla?»

Un grupo de amigos hacen vida desocupada en común, rememoran, reanudan, el tic generacional de la mediana edad poniendo sus vergüenzas a secar al sol del recuerdo. Una especie de retiro campestre, a la manera del Decamérón, solo que en este caso la epidemia es justamente la nada ociosa que nos recubre con su viscosidad moderna. Los personajes, a su modo, un trasunto buñuelesco de ese ángel exterminador, nuevo aburguesamiento espiritual, estéril y afectado, que maniata a los follamigos en su indolente seriedad. En este sentido este libro quizás va más allá de sus principios o de sus objetivos: resulta un revelador ejercicio de descuartizamiento generacional, epocal y social. ¿Juan Vico da en el centro de la diana errando el tiro? Puede.

Para Jonás o Roberto la presencia femenina parece un privilegio varonil para reafirmar su propia autocomplacencia. Quizás esto suponga un lastre, una autocomplacencia de base que sanciona y merma los posibles aciertos literarios de estos dos personajes que se reparten el cincuenta por ciento del libro. 

La obsesión del lenguaje. Comezón, prurito, casi onanismo de escritura. El estilo asfixiando la trama. La trama casi reducida a nada. Narrador devorado por su obra, una figura más de esa corriente voraz y descontrolada de decir. La obra magna de Vico es subsumirse en sus ansias de literatura. La superabundancia, la frase lenguaraz, la hipérbole del verbo como una boca que se engullera a sí misma en un puro acto de lenguaje.

Como avisado de sí mismo, o escamado de esta autoindulgencia, Vico dispone un segundo capítulo más cabal y equilibrado, más robusto en lo puramente narrativo. Eso y que cambia la voz. Ahora es Paula ⎯hija de una antigua alumna de Roberto, ahora amantes más o menos bien avenidos⎯ quien nos sorprende con un relato algo tremendista ambientado en el muy transitado periodo tardofranquista. En esto hay coherencia: cada narrador tiene personalidad y su voz. Más allá de la muy loable pieza museística de Jonás, el arabesco lingüístico empieza a tener sentido con Paula. Hay un propósito, si no de enmienda, al menos un propósito a secas. Este capítulo abre un marco interesante, el del relato dentro del relato. Como los diez jóvenes del Decamerón, reunidos a las afueras de Florencia, a salvo de la peste, nuestros jóvenes, la ociosa bohemia yuppie, parecen haber dado paso a su vocación de escribir por puro placer.

Esta múltiple focalización y el relato dentro del relato prueban la maña de escritor, el gusto por el juego narrativo. El engranaje conceptual también se inserta en la tradición: la memoria deconstruida, las pulsiones subterráneas, el autoconocimiento como manantial frondoso. Vico maneja con soltura las herramientas y está por ello felizmente dotado para esa sabiduría de operario que ha trasteado todas las cuerdas. La nostalgia va atrincherándose hasta una grandilocuencia festiva. Es, sin embargo, una fiesta triste, como ese animal que corroe la sangre. Al igual, el culturalismo pegajoso es castrador, una incapacidad por exceso de tamizar la luz sencilla de los días.

3. El fracaso, un penar metaliterario: «No somos más que vulgares esclavos de nuestra memoria».

Un desarreglo vital comparece en los personajes de este libro. Escritores sin obra, escritores cínicos que se valen de su relativo prestigio para fines espúreos, escritores jóvenes muertos prematuramente. La camaradería, que vela una desorientación y una precariedad emocional, recuerda a Infelices, de Javier Peña. Ese fracaso de la mediana edad que vuelve la vista atrás para cerciorarse de que, en efecto, uno está honesta y fielmente fracasando. Personajes que en su huida de las convenciones acaban por dibujar su propio arquetipo convencional. Mónadas solitarias que se necesitan en la misma manera que se excluyen. No podemos eludir aquello que nos conforma. No podemos dejar de ser lo que siempre hemos sido. No hay purga ni redención. La literatura tampoco obra el milagro, sino que lo circunda como un chacal virtuoso.

La trama se desmadeja, desgarbada, violenta, cuando se nos confirma la sospecha de banalidad sobre estos personajes, a la manera de Paula Fox, desesperados. Un ennui epocal los maniata al sutil huracán de sus aspiraciones y sus consecuentes decepciones. El triángulo o cuadrado amoroso, un poliamor tan cinematográfico, tan afrancesado, termina por irrumpir como salido de una tarta previsible, tachán. La desconfianza, la traición, la mentira, vienen a supurar en esa herida que hasta ahora era verborreica, de una artística pose.

Huelga señalar que la parte de Roberto es la que resulta más, digamos, predecible. Jonás nos abrumó a literariedad y cinefilia confitada. Paula nos alivió del dulzor con su ruralismo trágico de posguerra. Marta nos desveló el juego de máscaras. Roberto, finalmente, se sincera y suelta el cinismo intraliterario. De lleno al fango. 

Contiene este libro, por vía de Roberto, otro de los desdobles escriturales de Vico, un análisis de la poesía patria finisecular desde un cinismo tan simple como atinado, así como el sobado mundillo de certámenes literarios diseminados por la geografía de provincias. Sociología de la literatura en vena. Deconstrucción del ideal, manoseado, parodiado. De nuevo, percibimos un intento de derrumbe desde dentro, no queda claro si el propio Vico es aplastado en su voluntad de derruir o si, por el contrario, se eleva autosuficiente, heroico, sobre su presa. De hecho, tememos que este sea un libro de escritor para escritores.

El sexo, ubicuo, se torna crónico, parafilia casi, a lo 'Eyes wide shut', en una ficción desbocada consignada por Roberto, de nuevo relato dentro del relato, una impostura más en la voladura de la novela de género que ¿pretende? Vico. Roberto, abandonado por Paula, su joven alumna y pareja, más admiración que amor, hasta que el crepúsculo de la idolatría lo deja hecho un guiñapo, también en lo literario. Un Sansón sin pelo. Roberto enseña sus miserias en coherencia con lo que se le presuponía, un verdadero relamerse del onanismo a la autocompasión. Todo muy diarístico, un tanto melodramático, un penar metaliterario de escritor caído en desgracia, pero escritor ante todo y, ante todo, ficción. Un chute bestial del yo: «En mi diario hay vanidad y autocomplacencia, claro está. En mi diario me desprecio y me fustigo a placer como es debido».

4. Cuarentones que prometían: «Post coitum omne animal triste est».

Este diario íntimo cobra forma de enumeración caótica, a la manera de las acotaciones en la dramaturgia surrealista, creando un efecto lírico por acumulación de sintagmas, por la quiebra discursiva, la coherencia hecha añicos, el texto hábilmente multiplicado, como dándose a luz una y otra vez. El Autorretrato de Édouard Levé merodea aquí en el patetismo y la visceralidad. En la fuerza. El final del libro se convierte en la crónica de una ruptura. El itinerario narrativo tiene estos meandros, esta irreverencia, este tropezarse artísticamente.

El animal más triste se nos presenta como un libro generacional que aglutina reflexiones sobre el ineluctable paso del tiempo y esa nostalgia expansiva que se nos repite, también hacia delante. Cuando el yo ha dejado de ser centro de referencia y no es más que la morralla esquinada en esa ola expansiva de nuestra subjetividad. Las vidas posibles engullidas para siempre. Un laberíntico juego de voces, casi un karaoke narrativo donde la voz va vistiéndose y desvistiéndose, sin aviso, para componer un metaliterario friso de la posmodernidad del que extraemos las gotas de tristeza de unos cuarentones que prometían. Un fracaso colectivo en sordina, reducido a los barrotes de lo artístico, ensanchado por esos mismos barrotes mágicos hacia alguna eternidad redentora. 

La novela coral de unos enfermos de literatura y de nostalgia por venir. Personajes que no pueden salir de sí mismos, un ángel exterminador al fin y al cabo como teoría de la circularidad, y que, opte por el lado que sea, por la posición que sea, uno simplemente ha tenido la ilusión de que elegía. La vida es esa misma ilusión de estar viviéndola, cuando quizás lo más acertado es decir que ella nos vive a nosotros, protagonistas agónicos de una novela que apenas vislumbramos. Quizás este libro venga también a decirnos, por la vía ejemplarizante, que la vida se consume a la misma velocidad que las altas expectativas que habíamos depositado en ella.


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