Infelices, Javier Peña
Según la biografía que aparece en
el libro, Jesús Peña vive del cuento.
En el mejor sentido. Manuel Vilas cuenta en Ordesa
cómo abandonó la nómica fija por la literatura, cómo apostó por el riesgo,
que es quizás la forma más auténtica de apostar por uno mismo. Javier Peña no
salió de las cómodas fauces de la Administración, o sí, pero no con el arraigo,
con la solera y con la metástasis de un funcionario sindicalizado.
Como a Vilas –quizás no tanto–,
parece que le ha ido bien en lo que tiene de inconsciente heroicidad. Si damos veracidad
al testimonio de Óscar, o Hans, su alter ego, el ex asesor, uno no tiene más
remedio que alegrarse por esa liberación del yugo que hacía pasar por vida. El fracaso, precisamente, como tema vital
y literario, sin saber dónde empieza antes, lo mismo es. Es sabido que vivir es
un tipo de escritura. Un sentido de la búsqueda y una lealtad insobornable a
esa búsqueda, al menos como proyección, como imaginario o ideal. Quizás ese
idealismo sea el que provoque el fracaso.
Lo que tenemos de entrada es
esto: ambientación estudiantil revisitada desde la edad adulta, la edad de la
calvicie y los trabajos castradores. De eso va. Esa fase de (de)formación clave,
bisagra entre dos épocas irreconciliables, dos yoes, dos nosotros: de uno nunca
nos vamos, de otro no nos podemos escapar. Houdinis en escorzo.
A las pocas páginas,
concretamente en la 46, tras los titubeos iniciales, esto va sonando a
mecanismo bien engrasado, a sinfonía. Y uno se pregunta si Infelices no será un tratado
sobre la infelicidad. Seres llenos de luz apagándose, titilando estertores,
en crisis perpetua pero perpetuos soñadores hechos a la frustración como a respirar.
Una infelicidad apuntalada laboriosamente cumpliendo la máxima de que «el talento
es demasiado a menudo la peor de las perdiciones» (p. 145). Contiene este libro
una cosmovisión de la existencia como continua traición a nosotros mismos,
feliz boicot o próspero autosabotaje, una incierta huida hacia delante que tal
vez dignifica gestos como el de Hans o el del mismo Javier Peña. Otros Houdinis
intercambiables, depende de dónde se ponga el foco, uno y otro son su propia
profundidad de campo.
Hay mucho de pose, de exhibicionismo, de escenificación. En la página 56 se lee:
«… he elogiado a La Revista que me paga por unas mentiras». Hay mucho de Jules y Jim de Truffaut o de los Soñadores de Bertolucci, un airecillo
orgiástico, entre Eros y Thanatos (así se titulan los dos grandes bloques en
que se divide la historia), un clima erótico explícito, reconstityente,
vigorizante, con más calidez que abrasión al principio pero que va desliéndose y
adensándose hacia la cara b de este cuadrangular del sexo del que nadie sale indemne.
El tratamiento de lo erótico deja a Valerie Tasso en franca evidencia: su tanto para nada frente a este tanto con tan poco. Una lección que
confirma las sospechas: que este libro puede leerse en muchos aspectos como un manual de escritura.
Y ahí vamos. Por momentos, la
lectura de Infelices nos produce un
vértigo semejante al de contemplar una catedral. Un alarde técnico, sin
barroquismo, en la construcción del relato, también en el manejo de los tonos y
la confección de los personajes, que sólo se tambalea bien avanzada la historia
con un principio de hipertrofia o exceso felizmente controlado.
Y, en este ambiente, el culturalismo es una pantalla, una
puesta en escena (Hamlet dentro de Hamlet) que viene a ponerse en evidencia,
por su inoperancia práctica, por su banalidad definitiva. Lisiados emocionales,
imbéciles sociales, inadaptados a perpetuidad, genios. Un infantilismo crónico
que incluía usar sobrenombres para resguardarse de sí mismos, para no ser lo que
son: «… aquel grupo de seres humanos tan
extraños y pagados de sí mismos, que disertaba de todo porque de casi todo
sabía… menos de la vida, de las personas» (p. 280).
No se puede hablar de esta novela
sin el apartado musical. Javier Melómano
Peña. El narrador llega a avisarnos de que mejor no leamos un capítulo si antes
no escuchamos tal pieza de ¿Bach?. Confieso que no lo hice, pero sí escuché Rape
me o There there, y alguna de Leonard Cohen. La historia nos propone un
itinerario musical, o lo acompaña, como parte de un culturalismo exigido por el
guion: personajes diletantes, con un punto –otra vez– nouvelle vague, afrancesados tal vez para bien. Museos, filmotecas,
cuadros, esculturas, películas, libros y canciones se pasean por este
abigarrado paisaje referencial. El equivalente en culto al selfie.
Sin ser metanarrativa al uso, nos incita a cuestionarnos la escritura como
espacio habitable, la vida del escritor como fatalidad –vocación o muerte (p.
183). Sin ser autoficción, nos
tienta a considerar nuestras vidas como las auténticas novelas que no escribimos.
Esta ambigüedad es un juego en el que nos dejamos ir, una marea que pica con
gusto.
Los personajes de este libro hacen que nos preguntemos si la escritura
es maldición o salvavidas, o ambas cosas a la vez. Don envenenado, la escritura
de uno mismo. El yo es la gran obra maestra que (re)escribimos todos y cada
uno, cumpliendo, quién sabe, nuestro deber, rozando nuestro ser. La máscara que
no oculta, que desvela. La literatura que somos toma las riendas, se sacude lo
que creemos ser. En este libro sucede –sucedemos– todo esto: el fracaso, la
mentira, la enfermedad, la amistad, el sexo, los celos, la ruptura, la vida, la
muerte y, en fin, la literatura. Todo un listado de imprudencias que, bien
hilvanadas, acaban siendo todo un acierto. Un tiro si no al centro de la diana,
muy cerca.
La novela va siendo escrita por
los propios personajes, parapeto de autor unamuniano. El lector gusta de
sentirse zarandeado de tanto en cuanto, lo agradece como elogio a su
inteligencia. Javier Peña, digámoslo, hace un elogio a la inteligencia del lector (otro hallazgo), algo que, por
otro lado, no la supone. No elude J. Peña el juego porque sabe, quizás, que
entre juegos se llega a la verdad. O que, en última instancia, si la hay, la
verdad no es más que otro juego. En este sentido el autor parece quedar bajo el
influjo de sus personajes. El autor es hijo de sus creaciones. Seres
disfuncionales de la emoción que tienen como lógico corolario a Amara, hija de
tres padres, fruto del Círculo de Viena ya extinguido. La regeneración del
miembro amputado es otro miembro amputado. Es antológica esta conversación
madre-hija de la página 282: «¿Mamá, quién es mi padre, el señor que olía a tabaco
o el muerto? Los dos, cariño, los dos. Son dos de tus tres padres».
Novela
coral. ¿Coral? ¿Y
si es un desdoblamiento de lo mismo? ¿Un solaparse la misma voz escanciada en
distintos envases? Un coro escalonado, como los campos de arroz en balcones,
peldaños del acontecer, pasos al yo que hay en los otros (que es el yo). Quizás
al final resulte que la voz más verdadera, la voz más personal y más real, sea
una confusión de voces. El yo subsumido en los yoes, una construcción colectiva,
una ilusión comunal. Como Karl, el yo infiel al yo, se venga engullendo
experiencias (sexuales) y vomitándolas (p.193) hasta olvidar por qué lo está
haciendo. ¿Así procede la escritura? ¿Condensar la rabia indeterminada,
coyuntural, algo circunstancial, hasta que la propia escritura nos haga olvidar
por qué empezamos?
Este libro no viene a desvelarnos
nuestra identidad, pero viene a gritarnos que si tenemos una identidad es
porque está bien guardada bajo llave y que nadie, ni siquiera nosotros mismos,
tiene acceso. La vida acaba convirtiéndose en un recuerdo, o menos, en un
anhelo, un anhelo alojado en un recuerdo. Algo que extrañar, un hueco donde
solía –creemos que solía– haber algo: nosotros. Sobre esta monumental ficción
levantamos nuestra no-vida, que es nuestra novela, en la que nos instalamos y
nos quedamos a vivir, como un
personaje más. La vida siempre es algo
que ya sucedió y que deseamos reencontrar. Así, en la página 215 leemos: «Es
el peligro al que nos enfrentamos, acabar devorados por nuestros propios personajes.
Por nuestra novela perfecta».
Podemos hablar de novela generacional pues apela a
quienes, desde la cuarentena (disculpen el juego de palabras, me refiero a quienes
han cumplido los cuarenta) se han subido a su propia chepa, una atalaya para
verse a sí mismos deambulando. Del pasado incierto al futuro ya escrito.
Volvamos al relato. Tramas que
degeneran y ahí pierden pulso, por hipertrofia, por exceso. Se corre el peligro
de saturación, la bilis mal entendida, una huida hacia delante, acarreando los
defectos, estirándolos, exponiéndolos. Exceso de extravagancia, quizás, para
aligerar quizás lo trágico. Cúmulo de excentricidad que amenaza con tomar el control
y estrellar la novela en una torre gemela. Mi impresión es que la historia
ganaría centrándose en Hans, sobre todo en su fase desatada, atrabiliaria, su
final apoteósico en el aire, inconcluso. La historia sufre, pierde tono, pie o
vigor, pero –confesémoslo– repunta.
Si fuera editor, habría elegido
como reclamo promocional este que aparece en la página 53: «hay dos tipos de
personas, las que fingen ser felices y las que no se molestan en fingir». O algo
así: «cómo la genialidad conduce al desastre». Por suerte no lo soy. Miro mi robusto
ejemplar y me gusta. Y me gusta que también sea un libro sui generis, rara avis
colorida que puede sacar pecho en logros técnicos y en este acabado tan artístico,
tan de enseñar a las visitas. Lástima que no las tenga, ni físicas ni virtuales.
Les diría algo así como «mirad, he aquí un debut literario, alguien que vive
del cuento, alguien que ha nacido para el cuento». Y al decir esto se me
notaría la pelusilla.
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