Nuestras vidas, Marie-Hélène Lafon
El oficio de voyeur adquiere en Marie-Hélène Lafon
una dignidad de orfebre, con qué esmero la mirada se posa en unas manos, las
lee, las imagina, con qué delicadeza se representa las vidas posibles que desfilan
ante sí, para sí, el mundo puesto ahí, presentido, sin más porqué. La escritura
es a veces un proceso de indagación que anula direcciones: afuera y adentro es
lo mismo. El condicional de las vidas hipotéticas es una fulguración cómplice,
un anhelo sin cobijo, un trocito de nada para rumiarlo en soledad. La orfebre
modela lenguaje con una plasticidad que engatusa. Así se engatusa ella misma,
supone uno. El escritor se lee a sí mismo. Así nosotros narcotizamos el ojo,
por compasión, el ojo enmohecido de una vulgaridad que necesita ser nombrada
para existir. Nuestras vidas puede
leerse como canto a la nada de nuestras vidas, caricia al anonimato colectivo,
elogio de la insignificancia.
Una cajera, su nombre, su altura, sus gestos, sus
pies, sus muslos, sus pechos. Todo es navegable. Un mirar furtivo, un peeping al rescate de la mundanidad. ¿Hay
dignidad en esto? ¿Y debe haberla? Al
menos contiene dignidad de especie, una firme convicción de ser, inquebrantable
ante el aullido de la especie. Reflejos proyectados intermitentes. La dignidad
de detenerse a mirar, a ver despacio, una urgencia de la lentitud, algo que
Remedios Zafra entonara magistral, con precisión cirujana. La realidad del
presente es un pretexto para vivir en condicional. Una música, un adagio. Una
poderosa arquitectura del lenguaje, detalles que pasan desapercibidos, como el juego
temporal de quien recuerda, evoca, sospecha, imagina, atrás y adelante
confluyen, una existencia porosa que absorbe su hilazón, y ver eso, narrarlo,
la voz baja, vigía, la vecindad de sentimientos plisados que acariciar en la
lectura.
Se le aprecia a Lafon el don de lo certero, la
gracia para lo otro, para invocar al otro que siempre empieza en uno. Llama y
acude el milagro de lo cercano, de lo íntimo. Una frase despierta en el lector
al lector de sí mismo, siempre al quite de quedar sin respiración, siempre
abonado a ese pírrico triunfo sobre la realidad. Auscultar el corazón del mundo
es como el nirvana de la lectura. Como la perfecta nada. En esa ilusión se
juega todo. Por ella vivimos algunos. «El patio inundado de luz mojada», «huele
a gris». Uno viaja en el tiempo por el interior de su conciencia y tiene la
impresión de asistir a algo esencial, un brillo diamantino y verdadero, como
quien mira, cansado entre las sombras altas del vecindario, un trozo de cielo.
Leer a Lafon, me digo, es una experiencia cercana,
íntima y minuciosa, es hogaridad, una decepción acariciable. Su narrar
convierte el material anónimo en hallazgos dispersos y extraordinarios que
enseguida se visten de cotidianidad. Lo milagroso es que no haya nada
milagroso, diría Pessoa. Como descubrir un mundo dentro de otro mundo dentro de
otro mundo. Y así. La de Marie-Hélène Lafon es una escritura a ras de suelo y
eso le garantiza una elevación, la conquista de los altos vuelos.
Poco a poco, entre lo narrado, lo vivido y lo
soñado, se va desgranando y destrenzando el relato de nuestras vidas a través
de las otras. Esa es la tesis de fondo, que nuestro destino está
inexorablemente, furiosamente unido a otros destinos y que nuestras vidas son
tan nuestras que casi no nos pertenecen. Tirar de un hilo y convertirse uno en
madeja. Un adorable y casi imperceptible tic de realismo mágico apuntala la
minucia, los pequeños gestos que conforman y en que se resumen nuestras vidas.
Es también el diario en retrospectiva de una
pérdida primordial, esa «explosión en pleno vuelo». La vejez parece el lugar
propicio para emprender un análisis de la soledad, su disección, que es
individual pero que está atravesada por una soledad colectiva mayor, más
invisible, más esperanzada, menos dolosa. Relatar aquí no se relata mucho, hay
más de exposición, de muestrario, de arqueología, de exhumación, de aceptación.
Y funciona como un espejo claro y diáfano, sin necesidad de deformar ni
invertir. Lean a Marie-Hélène Lafon.
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