Un lugar llamado Antaño, Olga Tokarczuk

 

Antaño es un lugar situado en el centro del universo. Así comienza Olga Tokarczuk, premiada con el Nobel en 2018, este libro inclasificable que destella como una piedra preciosa incomprensible. Escenario mítico, casi evangélico, Antaño recrea un nuevo génesis con originalísima potencia imaginativa y con esa exuberancia que ofrece la sencillez: no necesita barroquismo ni la proeza del lenguaje auto-consciente. Aquí simplemente hay un adentrarse sin esfuerzo en el camino de lo simbólico hacia este Macondo asilvestrado. La naturaleza y su pujanza, una esencialidad que acuna, una búsqueda hacia el origen, esos pasos perdidos de Carpentier, el salvaje misticismo de Eisejuaz, el iluminado llanto de Zurita. El lenguaje es convocado y acude para revelarse como nigromante del mundo. Como un bajorrelieve va apareciendo la trama, esas sencillas historias de trapo a cuya liga quedan enviscados unos personajes excéntricos, al borde del nihilismo, atrapados siempre en sus pasiones. Va conformándose un fresco esplendoroso y proteico: desde el realismo con su minucia psicológica, a lo Tolstoi, hasta las pinceladas de fantástico irracionalismo. Un intrincado coro de personajes se despliega como una miniatura social en capitulillos vivaces de lo que parece ser el trampantojo mismo de la naturaleza humana. Ambicioso propósito, sin duda, que emparenta este libro, en su amplitud y en su atemporalidad, con otras cimas como en Swift, Rabelais, Cervantes o García Márquez. 

El trasunto bíblico, reconocible también en la prosodia ruda y ceremonial, entre el rito mistérico y lo fundacional, asciende hacia un vistoso realismo mágico, de señales, hipérboles y premoniciones, que agiganta lo terrible de unos hechos elementales entreverados con el constante elemento onírico. Una fuerza lírica desparramada en imágenes sucesivas que auxilian a las palabras allá donde estas no llegan. Esta pulsión esencialista, un lento desnudarse de civilización, como si el único camino posible tuviera la dirección de lo salvaje, hacia el grito primordial, allí donde el ser humano da con su condición en bruto, su aliento verdadero. La prosa de Olga no destaca por su rigidez, su rigurosidad o su contundencia. Es más bien menuda y ligera, tiene algo de topo que escarba y abre túneles inesperados hasta ese lugar donde pocos llegan. Allí donde uno reconoce el misterio de la existencia palpitante. Ese lugar, aquí Antaño, es prelógico y a la vez es geográfico, está sometido a extrañas leyes como las nuestras: la realidad se escapa como el aire de un balón pinchado.

El tiempo de la guerra propaga como una enfermedad el mal en cada detalle. La existencia se complica y todo embrutece, todo pierde valor. La convulsión emplaza al ser humano, lo arrastra y lo jalea. Tiempo sin esperanza, huérfano de dios y sus ideales consoladores, esa intemperie de lucha y sinsentido llueve sobre un desamparado desfile de personajes que temen, aman y luchan por vivir. Este coro de voces se hace rico e insólito en no pocos momentos. Uno, cuando es la propia virgen de Jeskotle la que desde un cuadro en la iglesia sirve de focalización y miramos a través de ella. Otro, cuando un molinillo de café establece la perspectiva en la narración. Los objetos adquieren protagonismo en tanto testigos de nuestro paso por el mundo, incluso en tanto portadores de vida frente a nosotros que solo transitamos fugazmente.

Olga Tokarczuk construye un relato atemporal más propio de otras épocas llenas de fe, que bebe de la cuentística tradicional y del mito clásico. La parábola, el sermón, la alegoría o la fábula, este libro es un auténtico crisol que se goza desde la sorpresa permanente. Una apuesta por la fantasía arraigada en la tradición, como redescubrir ciertas esencias preteridas, un eco germinal que subyuga de belleza e intensidad. Sencillas historias de trapo que nos devuelven a lo literario como a una región insólita de nosotros mismos. El mundo aquí recreado es caótico en la superficie pero hay una armonía de fondo que tiene que ver con lo natural. Bajo la maraña de violencia y destrucción subyace un sentido, un orden que rara vez rozan los hombres y mujeres, iluminados tétricamente por esa entropía de doble fondo donde lidian sus vidas. Cuando el ser humano siente de cerca este breve fulgor, el relato se vuelve poético y nos sentimos tentados de pensar que la salvación está precisamente aquí, en esta comunión con las cosas, en un mundo refundido ante nuestra mirada. Este doble fondo es una de las capas del relato, uno de los círculos concéntricos, el menos árido, el que olvida el reproche a Dios, el que olvida el olvido de Dios, el desamparo y la tristeza de una existencia mutilada, incompleta. Los seres más aptos para percibirlo son los locos y los niños, algo que también es significativo para comprender las leyes que rigen este mundo en miniatura que es Antaño. La inocencia es el salvoconducto.

El comienzo casi genésico va cobrando formas reconocibles, va conformándose una orografía política y social, también geográfica, como si se nos quisiera prevenir de las limitaciones del mito: la vida se impone y nos engulle. Como a Espiga, Ruta o Misia. Como a Izydor. A todos los hombres y mujeres cuyo sufrimiento acompañamos ⎯y esto es la mayor ficción⎯ desde lo simbólico a lo real. La corporeización del dolor avisa de lo extraordinario y lo decepcionante, traza un magnífico mapa de nuestra condición humana y de la ensoñación que nos parece todo por pura liviandad, hasta que esa ficción se vuelve improcedente, obscena, ajada. Un rodeo de fantasía para llegar al meollo del ser humano. Quedamos expuestos a lo largo de esta saga de sufridores con los que nos hermanamos en su trascendencia y en su finitud. La existencia es terrible, está llena de violencia y sufrimiento, y sin embargo un soplo de esperanza acompaña esta escritura como un refugio contra las fuerzas que nos obligan, contra nosotros mismos. Olga Tokarczuk da en el clavo imaginario de una sensibilidad común a todos, algo que bien le ha valido un Nobel.

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