La colmena, Cela

 

Farmacia de guardia, los celebérrimos libros infantiles de Teo, Pepa y Avelino en aquellas matrimoniadas, penúltimo subproducto de la factoría Macario & cía. No es que el costumbrismo ágil y atrabiliario de La colmena recordara a muchas cosas, eso sería achicarlo, hacerlo de menos, es que quizás —según docta opinión de solapa— muchas cosas venían de ahí, con toda la indefinición geográfica posible. Incluso uno se podía remontar al género de la “charla de abuelo”, abuelo-nieto me refiero. ¿Es que nuestro, mi finado abuelo también venía de Cela, de ahí? A ver si don Camilo resulta el primum movens del universo y por eso el Nobel. Pero no. Debía de ser más cosa de época. Que Buero Vallejo después o Baroja antes… Y que yo llegué aquí como entrenamiento para el monologazo de Cristo versus Arizona y al llamado del dichoso tremendismo (aunque había poco Puerto Hurraco y más putiferio pobretón y mísero: más frustración que pólvora, más distancia que acusación), la cosa Dirty, el gótico sureño nuestro, ese grit lit contenido que también tenía algo de abuelo, de sarga, rafia, arpillera o lo que sea donde ahogaban a los gatos en la acequia.

A Dorita la echaron de su casa y anduvo una temporada vagando por los pueblos, con el niño colgado de los pechos. La criatura fue a morir, una noche, en unas cuevas que hay sobre el río Burejo, en la provincia de Palencia. La madre no dijo nada a nadie; le colgó unas piedras al cuello y lo tiró al río, a que se lo comieran las truchas. Después, cuando ya no había remedio, se echó a llorar y estuvo cinco días metida en la cueva, sin ver a nadie y sin comer.

 

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