"En casa", Antón Chéjov


Seriozha, hijo del fiscal, fuma. El fiscal, que al llegar a casa es informado por la institutriz, reflexiona –y no son sus reflexiones cosa baladí, constituyen el grueso del relato– sobre la forma en que la sociedad juzga lo que no conoce: «cuanto más incomprensible es el mal tanto más cruel y sumaria es la manera de combatirlo». Tenemos aquí un padre, con el agravante de trabajar como fiscal, que se pone de parte del acusado, su hijo, y que niega la mayor llegando a cuestionar la validez moral con que procede la sociedad. Esta reflexión la aplica a tres ámbitos significativos: la pedagogía, la jurisprudencia y la literatura.

El relato comienza con la escena en que la institutriz, Natalia Semionovna, comunica al fiscal los pormenores del hogar, destacando el asunto de que Seriozha, de siete años, ha sido descubierto infraganti fumando el tabaco del padre. La institutriz, una mujer asustadiza e irracional, queda retratada como garante de la vieja moral sancionadora. A continuación, la escena se abre a todo el inmueble con una sucinta panorámica de lo que ocurre en los pisos segundo y tercero que, a la postre, cerrará el relato.

Prosigue el relato con la escena en que el padre –institutriz mediante, es decir: la sociedad como barrera intrafamiliar– hace venir al hijo y conversan. El ambiente es distendido y afectuoso. La forma en que actúa el padre inspira ternura y le otorga nuestra aprobación: estricto con su hijo, o queriéndose estricto pero sin conseguirlo plenamente, porque en el fondo lo disculpa. Es llamativo cómo Chéjov transmite la doblez de los personajes, sus contradicciones internas que los hacen personajes de carne y hueso. El relato oscila entre esta ternura contenida del padre y el intento de sancionar una conducta que en realidad considera liviana. Debe interpretar el papel que le asigna una sociedad coercitiva con la que no está del todo de acuerdo. De fondo, Chéjov parece mostrar, quizás proponer, un modelo de educación, un tipo de relación paterno-filial y unos valores morales para toda una sociedad. En cualquier caso, este pequeño y dulce naufragio del padre, nadando entre dos aguas, constituye el eje estructural y de sentido del relato. Para ello, Chéjov se sirve una vez más del recurso teatral del aparte llevado a lo narrativo, una técnica con la que el pensamiento del padre desmiente cómicamente las palabras que él mismo pronuncia.

Hay que destacar el diálogo padre-hijo. Por un lado, la manera en que el padre intenta razonar incluso contra sí mismo y, por otro, la lógica dispersión del hijo que, no olvidemos, solo tiene siete años. A la habilidad con la técnica del monólogo interior hay que sumar la maestría en el desarrollo psicológico del diálogo. En este sentido resulta genial la conversación en dos planos: el real y el de los pensamientos, cada uno, padre e hijo, a su vez conversando consigo mismos. En una de estas digresiones, el niño Seriozha acaba reflexionando sobre la muerte, en un contexto, recordemos, de calma y confianza con su padre.

Entre tanto, el padre se plantea la cuestión puramente pedagógica. No cree en el modelo antiguo, centrado en la disciplina y la mano dura, no cree en él por ineficaz e innecesariamente cruel. «El pedagogo de hoy», se dice, «procura que el niño adquiera buenos hábitos, no por miedo o por afán de distinguirse o de recibir un premio, sino conscientemente». Así que este cuento plantea, siquiera de soslayo, junto al tópico general según el cual lo nuevo viene a sustituir y preterir a lo viejo, la caducidad de un modelo educativo y la pertinencia de un nuevo método más respetuoso con el niño. Algo que va en la línea de las nuevas propuestas educativas que tienen como punto de partida al alumno. Chéjov muestra aquí la modernidad de su pensamiento.

El padre observa. No prejuzga ni sanciona. Se limita a observar y a razonar. Así, descubre que es necesario pensar a la manera del niño. Cambia radicalmente el enfoque, de lo coercitivo y punitivo a la comprensión, y se da cuenta de su propio error: «con la lógica y la moral no se va a ninguna parte». Sin embargo, él mismo observa una contradicción. A los niños es preciso hablarles a su manera, tratarlos con sensibilidad, pero, por otro lado, es en el seno de la familia, en el cariño y el afecto familiar, donde todo se complica más. donde hay que obrar con mayor pulcritud, más con el sentimiento que con la razón. Es decir, el amor es una virtud necesaria con el prójimo pero precisamente esa necesidad exige que nuestra conducta sea más delicada, más amorosa. Dicho de otro modo: no se puede obrar en desacuerdo con nuestra naturaleza.

A continuación hay una demostración del pensamiento irracional, creativo y sinestésico del niño. Seriozha dibuja y su padre observa. Y esa, de por sí, ya es una profunda enseñanza, de nuevo en la línea de las teorías educativas más recientes.

En esta parte hay un lirismo muy eficaz conseguido con la escasez de medios, simplemente haciendo lo mismo que el padre: observar al niño. Comprender su particular modo de razonar. Es muy significativo, casi asombroso, cómo el padre, en un rapto de amor filial, acaba viendo en el rostro de su hijo, en sus ojos, a su propia madre, a su mujer y «todo lo que había amado en otros tiempos». Sorprende que se repita aquí, o mejor dicho que se anuncie aquí la última escena de Siddharta con Govinda, ya ancianos, cuando este, al mirarlo, ve en aquel el rostro de todo lo viviente. La existencia al completo queda contenida en un rostro en paz. El amor como una cadena que une a través del tiempo. Una cadena que, en vez de esclavizar, libera. Hasta tal punto llega la intuición de Chéjov, anticipando, no solo el giro comunicativo de la enseñanza y las teorías constructivistas, sino también, en el terreno espiritual, el unitarismo y el esencialismo.

Queda establecido, por oposición, el binomio conducta amorosa / conducta lógica. El niño, al igual que la relación entre padre e hijo, se inserta en la primera. La lógica vuelve receloso y aprensivo al hombre, y de ahí extrae y enuncia los valores más importantes para quien enseña, para quien dicta sentencias o para el escritor: valor y confianza en sí mismo. Así que de la ética personal y familiar pasamos a la educativa y, de ahí, a la ética profesional. En definitiva, Chéjov nos propone en este cuento una ética de vida al completo. Podemos comprobar la complejidad de un relato breve y en apariencia sencillo. En el arte de hacer pasar lo profundo por ligero, Chéjov se muestra un animal de la sutileza, un talento único en el conocimiento de la condición humana a través de la literatura.

Y llegamos al colofón. El remate final donde este asombroso cuento se eleva hacia una altura filosófica. A petición de Seriozha, el padre le cuenta un cuento. Es un cuento, primero, improvisado, como si Chéjov quisiera decirnos que confiáramos en la intuición. Segundo, la trama de este cuento es la del propio cuento, es decir, del relato, con lo que Seriozha, mediante el recurso shakespeariano, queda argumentalmente atrapado en su propia petición. Pero después, gracias a este recurso de la puesta en abismo, igual que sucedió con Hamlet, Seriozha queda liberado, redimido. Por fin, ha tomado conciencia. Ha comprendido.

¿Por qué la verdad necesita de la belleza?, se pregunta entonces el padre. ¿Por qué es necesario edulcorar aquella, falsificarla, para que resulte comprensible? Es toda una teoría estética lo que plantea aquí Chéjov y que recuerda a aquella canción de Nacho Vegas, inspirada en Pessoa, donde se lamentaba así: «¿Dios mío, por qué para ser feliz es preciso no saberlo?»

La naturaleza nos viene dada con unas reglas. Una de ellas tiene que ver con el arte de la representación, del ilusionismo, de la construcción de un relato que, más que creíble, debe ser verdadero. Y Chéjov lo demuestra de la mejor forma posible: en sus propias carnes, es decir, en su propia escritura. Una escritura que resulta, además de inteligente y precisa, abrumadoramente verdadera.

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