Insomio, Fernando Luis Chivite

 

Si esto va de tener un sello, una marca, Chivite lo tiene. El desapego, la sobriedad, la precisión, el siempre lúcido desengaño. Su modo de contar (“escueto y sin énfasis”) reproduce el desapasionamiento. Como él diría: una debilidad de carácter que ha terminado convirtiendo en recurso psicológico. En este caso, narrativo. 

La desconfianza como método de análisis y como epistemología, expresión de un vivir residual. Lo residual, lo marginal, asociado aquí a un desviarse de lo normativo, por defecto o por exceso. De ahí la presencia recurrente del elemento perturbador. O, para ser más exactos, del perturbado. El hospital psiquiátrico, el sanatorio, el manicomio. Esto tiene una relación primordial con esa rara forma de clarividencia de quienes han renunciado, quienes han decidido salirse de escena, los deshabitados. Salirse como forma de protesta, como rechazo. 

“La neurosis ya estaba prevista en el Big bang”. El mundo ha perdido el sentido. Cuando todos estamos desorientados el loco es quizá una buena compañía. Las novelas de Chivite (tan personales y tan a contrapelo) están llenas de esos “infatigables merodeadores de periferia”, personajes que viven al margen, casi siempre por decisión propia. El loco, el desahuciado, el adicto, el perseguido, el outlaw, el refugiado. Todos los que eligieron estar “al otro lado de la tapia”.

Y esto tiene que ver con esa teoría según la cual los mejores se desesperan pronto, se extravían, se malogran, fracasan. Un desfile de antihéroes recalcitrantes y convencidos, personajes acertados para este escritor del no que es Fernando Luis Chivite. Habitantes al límite de un tiempo que tiene visos de final. Algo termina aquí. La degradación es la señal de un acabamiento o de una transformación drástica y, quién sabe, violenta. “Los seres humanos nos extinguiremos por inanición espiritual. He ahí la profecía. 

Como buen existencialista, para Chivite el otro es lo inalcanzable, es una instancia tan ajena al yo que resulta aburrido, desconcertante, amenazante en su simpleza. Los hechos están recubiertos por una pátina de intrascendencia que enseguida se vuelve irrealidad. Curiosamente, una certeza abismal lo vuelve todo dudoso. Por supuesto, la comunicación con ese otro, plantado frente al yo, como cosa ajena e improbable, resulta toda una quimera.

Matizo: la existencia se vuelve a ratos cómica y a ratos inquisitiva: nos exige un posicionamiento intolerable. De ahí el impulso de huir, de quedarse al margen y dimitir de nuestra responsabilidad. “La única solución para el problema de la identidad es perderse”.

 




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