Perder el juicio, Ariana Harwicz

Vuelve Harwicz y esto es un acontecimiento de la talla y la magnitud de un mundial o de la Superbowl, al menos en el planeta que soy yo. En Perder el juicio cambia el tema y la trama, aunque tampoco mucho, pero mantenemos lo reconocible, el tono, el espíritu arrojadizo, ese ir contra uno mismo y esa forma de escribir con las vísceras, en trance, contra el mundo y tantas veces desde el autodesprecio que acaba pareciéndose mucho a un dedo acusador contra toda la civilización occidental, con sus miserias, sus ambivalencias y su cínica sonrisa autocomplaciente. De nuevo vemos la voz narrativa maltratántose, violentándose y, en esa despiadada lucha contra el espejo, la vemos encontrando algo parecido a una verdad: una madre es capaz de cualquier cosa por sus hijos. Y otra: como diría Eugenio Trías, nada hay tan humano como el comportamiento inhumano. Así que la autenticidad también es cuestión de llamaradas, de colisiones, de espasmos. Lo importante, lo notorio es el desgarro, no importa el traje que vista, pero el desgarro se mantiene como se mantiene, por dura que sea, la vida, por más que se vista de no vida. El desgarro es innegociable.

Este libro es la historia de un incendio provocado y luego de un secuestro. El incendio de la casa de los suegros y el secuestro de los propios hijos, con el que da comienzo a una huida que termina siendo transoceánica y que pone sobre la mesa temas tan complejos y actuales como la inmigración, el rechazo al otro, la violencia dentro del matrimonio y también la violencia ejercida contra los hijos como moneda de cambio.

Le gusta a Harwicz jugar el papel del outsider, hay una fascinación por lo que queda fuera, como si esto fuera Freaks o la sección de sucesos en el periódico, como si solo esa perspectiva arrinconada, acusada y demencial diera legitimidad para el grito contra la barbarie que también llamamos vida. Y hay en esto una libertad radical que es necesario perforar, una libertad admirable que, con su mera existencia, es ya una acusación. Esto, que es literatura, bien pudo ser pura ignición.

Aquí el foco no se pone en cuestiones éticas. No es ya el debate sobre si es culpable o no, eso parece superado, o al menos eso no procede aquí. Es lo que viene después, algo más allá de la moral, es un contacto que electrifrica, una luz negra y corrosiva, es hasta dónde llega el kamikaze, no sus razones sino hasta dónde será capaz. Y esto está en estrecha relación con la escritura en vena, en trance, esa que hace que salgan escupidas piedras preciosas en medio del desastre.

Es marca de la casa. Harwicz nos pone en situaciones incómodas, nos acerca tanto al mal que hacemos una mueca y algo en nosotros se revuelve, entre el rechazo y el morbo. Giramos pero nos atrae. No queremos mirar pero miramos. El magnetismo de aplicarlo a nosotros mismos, de preguntarnos qué pasaría si nos secuestran a los hijos o si, llegado el caso, seríamos capaces de huir a otro país con nuestros hijos, de golpear, de escapar, pensarnos en la desesperación, en la angustia. Por momentos, leer a Harwicz es lo más parecido a ver una cinta de Haneke.

Precisamente Perder el juicio es un libro sospechosamente cinematográfico, como si preparara el terreno para la adaptación, como con Matate, amor, primera parte de la Trilogía de la pasión. Estamos ante un libro que se adivina muy cómodo en la mirada del espectador, con la narración en dos tiempos, el presente y el flashback entremezclados, y las escenas de thriller siempre a un paso de la tragedia. Y luego está la rabiosa actualidad: la inmigración y las dificultades de integración, los problemas de fertilidad de una mujer pasados los cuarenta en una sociedad que es cada vez más infantil e irresponsable, más extremista y cínica; está también el secuestro de hijos, la violencia vicaria, las órdenes de detención, la Interpol, el hogar de la infancia al que regresar. Un cóctel molotov, Occidente en descomposición. El perfil se completa con el componente autobiográfico, al menos en las líneas gruesas: Luci, la protagonista, es argentina con ascendencia polaca, judía y vive en Francia, como Ariana Harwicz, quien en el prólogo a su Trilogía de la pasión reconoce que en un juicio leyeron fragmentos de su Matate, amor como pruebas de ser mala madre.

Para Harwicz escribir es sinónimo de meterse en charcos, zarandear jardines enteros. ¿Para qué si no la escritura? 

Perder el juicio, con ese título ambivalente, es una reflexión de fondo sobre la imposibilidad de experimentar el amor tal cual es, porque no sabemos cómo es, porque lo contaminamos todo con obsesiones, miedos y deseos (85). Y aquí está, si no todo, sí parte del meollo. La caída en los infiernos que narra este libro es la caída de Sísifo, una y otra vez tropezándonos, abalanzándonos contra la misma piedra que somos. Nuestra naturaleza nos arrincona, nos expone en un paredón para tirarle al muñeco. Y no hay que rehuir eso, no hay que rehuir lo que somos. Curiosamente en los libros de Harwicz hay un personaje que bordea y excede los límites de la cordura pero todos acaban participando de la «fiesta». Es decir, que la locura no es cosa de uno solo sino que todos somos los locos

Perder el juicio es una recusación formal de la broma macabra que es Occidente. Con un ritmo vertiginoso y adictivo, nos invita a mirar el horror ajeno, ver hasta dónde llega, cómo termina un desafuero que se ceba aquí con la maternidad y que puede llegar al fanatismo, al comportamiento maníaco y delictivo. Por momentos nos encontramos con un thriller de carretera, a la fuga, casi deportados, casi una road movie, entre persecuciones y coitos postmaritales, con una demencia de propiedad sobre los hijos, que son solo fardos, cosas, bultos con los que mostrar dominio o chantajear, o buscar un coraje atávico de supervivencia (106).

La huida va empeorando de manera zafia y absurda. La demencia atrae, es magnética y nos descubrimos morbosos y perversos queriendo alargar la agonía. Luci se enfanga tanto, comete tantas imprudencias y aberraciones –con los hijos, con el marido, con cualquiera– que apabulla. El marido yace entre hojas con la cabeza abierta. Luci usó una piedra y escapó, aún con el semen rociado por las manos y la cara. Qué sentido tiene todo sino estirar hasta el límite, a ver qué ocurre cuando todo reviente.

Pero la huida en realidad empezó antes, Luci huía de los suegros franceses y de un ambiente social de todo menos acogedor. Además de que nunca se sintió aceptada, los suegros tenían unas extrañas conductas raptanietos. Luego fue ella quien raptó y luego el padre se convirtió en cazador de esposas con los hijos en el pack.

Tiene Harwicz la habilidad de meterse en la mente del asesino, del prófugo, de la inmoralidad, y es tan creíble que casi resulta un documental o un reportaje sobre el mal y sus militantes. Esa profundización en la oscura identidad de ese otro al que tememos pero que también nos conforma, todos somos Caín y Abel, junto al monólogo interior y el lenguaje furioso es lo que resultan arrebatadores en la obra de Ariana Harwicz. 

«La vida a veces es un error completo», dice la voz narrativa y esta sospecha vale para toda su obra, a la que han calificado con acierto, con razón, como «peligrosamente adictiva». 




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