La muchacha de las bragas de oro, Juan Marsé


Estamos ante un libro que se sostiene sobre un interés morboso: saber si el tío, de nombre Luis Forest, y la sobrina, llamada Mariana, terminan marcándose un Lolita. Además, con el extra de lo incesuoso. La insistencia de la sobrina la coloca al filo de dos pendientes: o bien es una virtuosa de la libertad o bien una depravada intolerable: «¿Quieres que te la chupe? Es bueno para las depresiones» (p. 93). «Quieres hablar, o sólo mirarme, o prefieres por fin que te haga una paja?» (p. 157). Y así.

Entre penumbras, sábanas y pezones transcurre la conversación, con la excusa de un supuesto (porque, como veremos, aquí todo es supuesto), como digo, con la excusa de un supuesto reportaje al tío escritor, transcurre la conversación al pasar de los días, como en Las mil y una noches, como en la dialéctica socrática, un diálogo en el que predomina la búsqueda, la ambigüedad y cierta provocación mutua que en el tío acaba en prudente salacidad pero que en la sobrinita se convierte en una mezcla de calculada indiferencia e incitación continua, una matraca sexual al viejo verde que hoy podríamos parangonar con la increíble multitud de chicas que hacen negocio en redes sociales o plataformas ad hoc con el numerito del onanismo a cambio de la suscripción. Un país de pequeñas empresarias del hedonismo. Entre risas y desplantes, la joven sobrina va dando una retrospectiva pseudo ficticia del preboste intelectual que es su tío, con especial atención a la crisis personal, que funciona como telón de fondo de este libro que en su día fue galardonado con el premio Planeta en 1978 y un año después llevado al cine por el director Vicente Aranda y con Victoria Abril en el papel de la sobrina.

Es esta dialéctica camuflada de familiar entrevista la que va sosteniendo una historia estructuralmente entre lo detectivesco y lo periodístico. La carga erótica in crescendo funciona como clickbait, el cebo, la zanahoria que, cómo no, perseguimos sin descanso y que quizás tenga un aire a Eric Rohmer en, por ejemplo, La rodilla de Clara, pero aquí con las imaginarias braguitas de Mariana, la descocada sobrina, que hace las veces de Pepito Grillo y de Eva o Circe, la tentación en tu propia casa, en tu propia cama, en tu propia familia.

La entrevista se alarga durante los días que Mariana permanece instalada en la planta baja de la casa del tío, que ahora le ha dado por el memorialismo, y oscila entre la investigación, la crítica literaria y el chismorreo sensacionalista. Las milagrosas nalgas de Mariana, a menudo acompañadas del imaginario y totémico triángulo dorado de sus braguitas (y de ahí el título), son el avituallamiento puntual de estas memorias atropelladas y algo cínicas, del ajuste de cuentas que emprende con el pasado nuestro antiguo falangista y ahora escritor sexuagenario, viudo y con alma de mirón empedernido. Lo peor es que el lector, vampirizado, acaba siendo un cómplice, casi su alma gemela. Participamos del ánimo del tío y de una atmósfera que va enrareciéndose a medida que los terceros personajes, los de reparto, evidencian la distancia sideral –apenas unas décadas– que los separa, para desgracia de las mezquinas expectativas lectoras: lo que el instinto sexual une se encarga de desunirlo el espíritu del tiempo.

Cabe en este punto mencionar la horrible e inexplicable fotografía de la cubierta, con la que quizás quisieron enmarcar este libro en el folletín de quiosco, en la serie B o en las parafilias pornográficas con las que, de hecho, mantiene alguna relación.

Por tanto, hay aquí una escritura como ajuste de cuentas con el pasado, pero una escritura no acabada, sino que da la apariencia de ir haciéndose durante la lectura, es una obra en marcha. El memorialista va redactando, transcribiendo y corrigiendo, con ayuda de su procaz y cultísima sobrina a medida que avanza el libro, incidiendo en la idea de que escribir y vivir son procesos simbióticos, complementarios e interdependientes, hasta el punto de decir que no sólo es posible sino deseable reescribir la vida, añadiéndole o quitándole a posteriori, para hacerla digerible, pues, según el propio Luis Forest, «las cosas no son como son, sino como se recuerdan». Y en eso está empeñado, en que se recuerden de manera diferente a como fueron.

El estupro que sobrevuela se adivina como un aderezo cultural que en el contexto de la Transición española igual suscitó una fascinación morbosa. En cualquier caso, Marsé juega todo el rato con la evocación de una sexualidad omnímoda, que, siguiendo los clichés de la época, aunque se presentara pacata totaliza y vertebra el libidinoso cuerpo del relato, de la historia y de la propia voz narrativa.

Otro de los atractivos del libro son las acotaciones que va insertando la sobrina al mecanografiar los folios manuscritos del tío. En estas acotaciones, Mariana va haciendo afilados comentarios que cuestionan con insolencia e ingenio la autocomplacencia y el cinismo del escritor, al que acusa de ir «buscando el ruido y la furia». Resulta interesante desde el punto de vista compositivo, la metaficción de la sobrina como contrapunto del propio relato y de la propia escritura: inventarse un genio maligno que, además de provocarte yendo medio desnuda por tu propia casa, te haga la crítica pertinente con admirable y corrosiva lucidez. Tal es el sentido crítico de la joven, que acaba desmantelando la trampa del memorialista y quizás de toda la literatura autobiográfica: la falacia autoreivindicativa, el ombliguismo revanchista, a lo que el tío responde con una elocuente moralina: «tengo derecho a rectificar mi vida».

El desenfado de Mariana es el contrapunto del avinagrado tío en lo que se refiere al lenguaje y al tono pero también en una cuestión más de fondo, pues no es difícil ver en ella a la modernidad dialogando y reprochándole al pasado, la nueva España sometiendo a la otra de la censura y la ceguera. También funciona como armazón o contrapeso narrativo que afianza el relato, los goznes bien engrasados para que abra y cierre con suavidad, sin chirriar, aunque finalmente la novela acabará en unos derroteros un tanto estridentes.

Si nos vamos a la psicología, habría que decir que la que mantienen tío-sobrina es una relación edípica de manual. Una vida resoluta descompuesta en ninfomanía y resabios culturetas que medio opacan las tres caras de la adicción: «droga, ruido y sexo». Y la figura, a la vez fascinante y repulsiva, del tío, como un exótico y decadente signo de lo prohibido.

La crisis que arrastra el escritor tiene varias vertientes. En primer lugar, la política, ineludible en una Cataluña posfranquista viciada de ideología y militancia, con firmes adhesiones y desencuentros, contexto en el que Luis Forest airea su desencanto y su propósito de rectificación, es decir, debatirse entre la fidelidad a una verdad decepcionante o el impulso de corregirla, o mejor dicho, de corregirse. Tener ideales es la mejor manera de abonarse a una futura decepción y quizás una oportuna traición a tiempo. Por otro lado, la crisis personal, empezando con su esposa ya difunta, Sole, que es recordada supuestamente enferma y además infiel; continúa la crisis con la cuñada, Mariana madre, hermana de Sole, objeto del deseo veinte años atrás y cuya hija ahora ha tomado el relevo. Todo esto es material de sobra para atormentarse dos décadas después y para obsesionarse con el deseo, más o menos espurio, más o menos secreto, de corregir lo que pasó y acercarlo taimadamente –magia negra del escritor acomplejado– a lo que pudo o debió pasar. Y, por supuesto, por si la cosa sale mal, hay un misterioso revólver escondido con una bala en la recámara, no vayamos a necesitar un final por todo lo alto.

Entre los ideales y la cotidianidad vuelan los días veraniegos sobre los muslos y las nalgas siempre oferentes de Mariana hija, por cuyos poros se cuelan los de Mariana madre, cuñada del tío, Luis, el escritor, el memorialista, el antiguo falangista, que acaba abrumado de tanta regresión, de tantos tiempos solapados, de tanto arrepentimiento, tanta vida errada o no vivida y tanta erección inútil. Las dudas de conciencia son todo un abanico de lamentaciones: primero está la necesidad de justificarse retrospectivamente por su pasado, ese ayer infamante como prestigioso cronista y manipulador oficial, es decir, por haberse enriquecido mintiendo y colaborando con el régimen; y luego están las dudas sobre si aprovechar la enervante propuesta carnal de la sobrina o bien mantenerse en una integridad en la que, a decir verdad, nadie, quizás ni él mismo, cree.

Los folios que la sobrina va mecanografiando son unas memorias, en el sentido literal, fantásticas, que incluyen episodios de dudosa veracidad, entre vengativos y expiadores, entre ellos uno donde practica la sodomía a la esposa infiel y otro donde narra cómo le echa un polvo inducido químicamente a una prostituta mientras piensa en Mariana madre que, siempre supuestamente, duerme en la habitación de al lado. 

Luis, sumido en una depresión, asiste a la descomposición del mundo que conocía en blanco y negro. Su intento por modificar el pasado es también el de reapropiárselo, actualizarlo para reafirmarlo y salvarse así, de algún modo, mediante la artimaña de la escritura, de ese olvido y ese tiempo nuevo que lo ha dejado tan fuera de juego que ni siquiera es capaz de responder a las continuas proposiciones de la sobrina y su matraca del incesto, una obsesión que se fraguó veinticinco años atrás y que ahora vuelve encarnado en otro cuerpo, como un fantasma de aquel mundo que ya no existe.

El final es apoteósico. Todo se precipita, se anudan los cabos sueltos, reaparecen personajes que cumplían una función casi premonitoria, funesta, los hilos argumentales se entrecruzan hasta formar una verdadera tragedia griega, el incesto inconscientemente consumado y el suicido frustrado, todo el patetismo desbordado quizás así, un poco patéticamente, pero vertiginoso, diestro en esa recolección de elementos que previamente se habían ido diseminando y voluntarioso en la construcción de esta novela trágica, premiada en su día y ahora, más de cuarenta años después recuperada al menos por un lector atrabiliario, con propensión también al memorialismo y al refugio de la ficción como el más probable, quizás el único norte de la vida.

Por último, destacaremos la idea de espejismo como una constante en el libro, quizás en coherencia con esa atmósfera de cambios donde la velocidad importaba más que la prudencia. Aquí todo es supuesto, todo es líquido, nebuloso, incluso lo más evidente, lo que tenías ante los ojos. Las bragas de oro finalmente no existen. El pasado es un cúmulo de opiniones contradictorias. Sole era a veces Sole, a veces Mariana y a veces una joven desconocida, incluso una prostituta anónima. Uno no sabe si comprometerse con la vida es sólo la manera de abonarse a la sensación de ser un completo desconocido veinte años después. En esto la política y el amor acaban siendo dos caras de la misma moneda. Dos formas no muy distintas de la misma ebriedad y del mismo desencanto.

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