Buda, Juan Arnau


Hace un tiempo compré Buda, de Juan Arnau, de quien por entonces, aparte de alguna referencia, no sabía casi nada. Recuerdo que, al abrir el libro, lo primero que percibí fue la magnífica edición a cargo de Galaxia Gutenberg, algo que se nota en el tacto, en el olor y en la vista. La compra, pensé, ya ha merecido la inversión. Para quien siente este disfrute casi fetichista de los libros, este Buda es un auténtico deleite para los sentidos.

Ya entrando en materia, me gustaba el tono místico y sentencioso, parecido al que emplean textos sagrados, como la Biblia, texto en el que es inevitable no pensar debido a las similitudes que iríamos encontrando más adelante. Este Buda se iba alejando, pues, del tono narrativo y algo más artificioso del Siddharta de Herman Hesse, que es la lectura con la que en principio podía comparar el Buda de Arnau. A diferencia de lo que hace Hesse, que en realidad es una recreación novelada llena de licencias literarias, aquí predomina el componente teórico propio de la exposición que se hace de una doctrina. De hecho, apenas se distingue una trama o una hilazón de carácter narrativo más allá de los episodios y algunas escenas biográficas que sirven de sostén argumental. Lo anecdótico aquí se ve ensombrecido por la exposición de los conceptos y la descripción de milagros, conversiones y experiencias de diversa índole (como las vidas pasadas de Siddharta), de carácter mítico y legendario.

El motivo de la unión entre mujer y naturaleza, la armonía total en la concepción y alumbramiento del Buda o la importancia de la naturaleza y de los animales, fueron algunos de los elementos que fui anotando en las primeras páginas de lectura.

Recuerdo que una de las cosas que más me llamó la atención fue el tópico del sueño dentro del sueño, ese marco repetido donde la mujer, de estirpe regia, es fecundada en el costado por la trompa de un elefante de cabeza rosada y seis colmillos. La imaginería oriental es estupenda. El esperado, como el mesías bíblico, ya estaba en camino y el mundo se plegaba ante su inminente llegada.

Según la profecía, el naciente sería la última de sus reencarnaciones. Unos decían que sería un rey pero un anciano presagió que, lejos de esa condición de realeza que se le atribuía, el esperado sería un mendigo y que, además, sacaría a flote al mundo sumergido por la tempestad de la aflicción (p. 20-21). Y aquí tenemos la primera lección: para alcanzar el tesoro espiritual es necesario apartarse de los tesoros materiales.

La importancia de los sueños es evidente. Siddharta fue concebido en un segundo sueño –¿un metasueño?– que su madre, la reina Mayadevi, tuvo en el transcurso de un sueño. Precisamente así, dentro de un sueño, fue como murió Mayadevi, mientras dormía junto a su hijo y le cantaba una canción de cuna.

Otro tema de interés es el debate sobre la educación de los hijos. El dilema sería si debemos exponerlos a la vileza y la abyección que forma parte de la vida o si, por el contrario, debemos mantenerlos, forzada y artificialmente, apartados de la cara menos agradable de la realidad. Suddhodana, rey y padre de Siddharta, lo intenta, pero cómo ponerle puertas al campo. El príncipe Siddharta acaba atormentado por la existencia, súbitamente revelada, de la vejez, la enfermedad y la muerte (p. 41).

Pese a todas las precauciones del rey, nuestro príncipe Siddharta, que siente en su interior el curso del mundo, decide emprender su vida lejos del palacio. Para desgracia de su padre, está decidido a buscar la felicidad interior y convertirse así en un hombre errante. Y llegamos a la segunda lección: no te opongas, deja que fluya, los hijos deben encontrar su camino, no podemos evitarles el sufrimiento, porque sufrir es parte del camino para descubrir la verdad. Porque para llegar a la verdad es necesario haber sufrido.

Cuando Siddharta se pone en marcha descubrimos otra verdad: quien tiene una meta ya es feliz. Fuera de palacio, alejado de los suyos, en el camino de la verdad, Siddharta experimenta por primera vez un estado de paz interior. Y, por extraño que parezca, el lector es de alguna forma partícipe de esta paz hasta ahora desconocida. El Buda está en camino.

De sus años de duro ascetismo en los que emprende la vía de la mortificación, Siddharta extrae una conclusión reveladora: el sufrimiento provocado y autoinfligido es inútil, no acerca a la verdad sino que distrae de ella; mortificar el cuerpo supone un nuevo cautiverio y quienes atormentan sus cuerpos con largos ayunos y prácticas extenuantes son incapaces de ver más allá de la verdad pues, turbados como están por el ruido de su sacrificios, no gozan de la serenidad que da acceso a ella (p. 73). Esto recuerda mucho a las nuevas formas de, digamos, desviar el tiro; quienes han pervertido prácticas ancestrales, como la meditación o el yoga, dejándolas en oropel, en algo superfluo, únicamente en lo que tiene de exhibición pública. No se acercan más a la serenidad o de la verdad ya que andan ocupados en la nueva esclavitud que supone toda la parafernalia que rodea, camufla y desvirtúa la parte ritual que debería estar en el centro. En vez de calmar el sufrimiento que nos llevó a esta práctica como refugio, lo acrecentamos con expectativas y exigencias de logro. Lo convertimos en fuente de más sufrimiento y confusión (p. 74).

Y aquí la lección de Siddharta también es clara: entrégate sin reservas, con determinación, en cuerpo y alma, pues no sólo estarás en lo correcto sino que es la única forma en que podrás obtener los frutos adecuados y conformes a tu semilla de paciencia y fe.

Pero el camino no es sencillo. En el capítulo titulado ‘La gran batalla’ (p. 82), Siddharta se enfrenta a Mara Papiya, o sea a la muerte, confundida a veces con el amor y que ve peligrar su imperio pues teme que «si uno despierta podrán despertar los demás». Por eso Mara se propone impedir que Siddharta llegue al despertar y para ello se sirve, cómo no, de los engaños del mundo. Es decir, el camino a la paz es de todo menos pacífico. Recordemos que quien busca la serenidad lo hace porque no la tiene; que quien anhela la verdad ha tomado conciencia de estar viviendo en un engaño.

Primero, Mara tienta a Siddharta con las flechas del amor, pero es en vano. Después, lo intenta con el miedo, bajo la apariencia de un ejército de demonios con formas terribles (mandíbulas de chacal y pico de buitre, p. 83). Una enorme batalla se libra en el interior del joven príncipe Siddharta, que, sentado bajo una higuera, se enfrenta a lo que luego Jung llamaría la sombra y que se presenta como la tentación de la carne y los miedos. Finalmente, Siddharta sale victorioso gracias a sus poderosas armas: la fuerza de la serenidad y el arco del discernimiento (p. 83).

La enseñanza aquí va en la línea del wu wei taoísta, ese hacer no haciendo, y también en la línea del estoicismo. La batalla con el mundo siempre es interna. Es más: no existe tal batalla en el mundo, pues es todo apariencia, todo es una ilusión. La lucha es siempre con uno mismo y las mejores armas de las que podemos servirnos son tan engañosamente simples como la serenidad y el discernimiento.

Deberían explicarnos esto siendo niños, quizá así nos evitaríamos toda la ansiedad y confusión de la vida adulta. Pero cada uno de nosotros está llamado a librar esta guerra personal, a vivir nuestro propio proceso de maduración, nuestro propio despertar de las sombras y las ilusiones. Sin embargo, no todos aceptan el desafío, la mayoría simplemente permanece admirando las sombras y las ilusiones hasta el punto de tomarlas como realidad y quedarse a vivir entre ellas. Unas sombras que hoy se nos aparecen más engañosas y tentadoras que nunca gracias al progreso y la tecnología, el nuevo Mara de las mil caras.

Me parece interesante que se hable del discernimiento ya que, a diferencia de otras culturas espirituales y religiosas, el budismo da cabida a la razón. Como vemos, y a pesar de las diversas interpretaciones más o menos libres que después se han ido haciendo, lejos quedan aquí la superstición, la fe o el dogma. El budismo fue concebido, más que como un sistema de creencias al uso, como una ética de vida que nos ayude a afrontar nuestra existencia. Y lo importante no sería la salvación personal sino la ayuda que podemos brindar a los que aún están perdidos, quienes se ahogan en la corriente tempestuosa de confusión y desdicha. El que ha despertado ya ha cruzado esa corriente y puede ayudar a los otros a cruzarla. Gracias a él, los demás también podrán emanciparse. ¿No resulta esperanzador? Puede que, después de todo, el sufrimiento no sea en vano, sino que forme parte del camino. La lectura de este libro, por sí sola, produce alivio, sosiego, paz y esperanza.

Tras unas dudas sobre su cometido, Siddharta, ya como Buda, predica dos lecciones fundamentales. La primera: que el dolor procede de la sed y de la ignorancia y que, apagando esta sed, el dolor se extinguirá (p. 108). La segunda es el principio de reciprocidad, según el cual «aquello que entendemos y amamos nos ama y nos entiende también» (p. 109). Cuánto bien haría que los maestros y profesores, y si me apuran los dependientes, médicos y administrativos, aprendieran esta gran lección. Que todos la tuviéramos en cuenta cuando salimos a la calle.

Frente a las virtudes de la narración, digamos, moderna que leímos en el Siddharta de Hesse, aquí, en Arnau, destacan las de la prosa breve de raíz cuentística, algo menos unitaria en el desarrollo pero con mayor fidelidad a las fuentes y, por ello, más rica en la simbología de las historias que se van engarzando a lo largo del libro. La versión del Buda que nos propone Arnau abunda en sermones, en elementos maravillosos, incluidos los milagros del Buda (en este sentido muy cerca del Cristo de la Biblia, p. 131), y en las escenas independientes con las que se diluye la unidad de narración y nos acerca a la escritura sagrada. Una de estas escenas que, por su halo de misterio pero también por su pedagogía, producen fascinación la encontramos en la imagen de la polilla que, atraída por la luz, se arroja sobre el fuego de las pasiones (p. 156).

Como todo libro transformador, este Buda de Juan Arnau, a través de leyendas, va tejiendo la literatura más remota con la concreción de nuestra propia vida, preparando el terreno para lo que de nosotros depende que sea una transformación personal. El gran mérito de este libro, pues, es que es capaz de impregnar de significación cada uno de nuestros actos cotidianos (p. 174).

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