Eva Baltasar y la trilogía

Está claro que el permafrost es una imagen precisa para la escritura de Eva Baltasar, al menos para su trilogía. La capa que nos recubre y nos mantiene a salvo de o en contra de. Ese arma de doble filo. El individuo y la sociedad, siempre. Ese dilema tan rousseauniano, casi unamuniano, pues incluso la búsqueda lacerante de un dios forma parte de esa dialéctica yo-otro que Eva Baltasar retoma con vigor. 

Quizá toda la historia de la literatura sea la recreación interminable de esta dialéctica y quizá no sea posible el arte sino como expresión (y exposición) de uno ante otro. Acaso el solipsismo solo pueda darse como intento de fuga y uno solo pueda fugarse, en definitiva, de otro, en esa búsqueda ficticia de eso que llamamos yo. Filosofar: delimitar al otro dentro de los confines del yo. Una cuestión de agrimensura. El arte de medir tierras.

Sobre la trilogía: Permafrost se exhibe salvaje, como una explosión sin control. Boulder logra un gran armónico de la deflagración y, por último, Mamut se deja vencer hacia la esperada aniquilación. Igual desmesura con la única diferencia del grado de control. El arte de medir íntimas hecatombes.

Si Harwicz escribe desde el autodesprecio, Eva Baltasar lo hace desde la obsesión. Y una obsesión es un síntoma de lo telúrico. Algo que se articula como un patrón más o menos reconocible en nuestra doble hélice de ADN. Una radiografía visceral de la especie y de nuestro tiempo.





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