Canto yo y la montaña baila, Irene Solà


La cosa agraria. Agro-ganadera. El lamento (celebratorio) de Walden a la española. Un neo-ruralismo que ya es toda una tradición (Llamazares, Carrasco, María Sánchez, Sara Mesa, Santiago Lorenzo, y todos los poetas monacales de lo verde). La importancia de alterar (contra todo sentido “razonable”) el punto de vista: Rulfo, Soy un gato, Millás. Aquí la naturaleza ejerce de protagonista. H. D. Thoureau dando saltos de alegría. A la naturaleza –esa es su ventaja– no se le puede pedir cuentas morales. Lo que pasa pasa. Y ya está. Pero sí que tiene –que le atribuimos– un sentido bíblico, un aire justiciero, un afán castigador, solemne e inescrutable. El sentido mítico del mundo que no nos abandona: a pesar de la apuesta a ultranza por lo real (por lo virtual real), a pesar de haber invalidado, de estar en camino de hacerlo, la imaginación, lo más puramente humano que teníamos.

Me pregunto si Irene Solà no tiene también ese ramalazo de lo natural, del terruño, con su habla, esa reivindicación desprejuiciada y orgullosa como la aplaudidísima Andrea Abreu (¿se acuerdan?) Y, en tal caso, si no estamos en una deriva, un anhelo, un mimetismo de la crudeza de ultramar (Ampuero, Harwicz), si no nos vamos dejando vencer por esa inercia que es querencia y es buen gusto.

«Si la risa era lo único bueno, era como un cojín, era como un comerse una pera, era como meter los pies en un salto de agua un día de verano». Valga esta frase como ejemplo del tono espontáneo, desenfadado, tan, entre comillas, poco literario pero que suele cristalizar en la gran literatura. Aquí además con un aroma de belleza abordada desde cierta brutalidad, quizá porque la violencia, aunque atemporal, siempre tiene algo de legendario, de medievo. El relato mítico es, ya lo sabemos, hiperbólico, monstruoso, arrebatador.

Y luego está la importancia de la oralidad, del relato del mundo que crea nuestra identidad y las coordenadas para existir. Y también la maternidad, la soledad, el abandono, la intimidad femenina con sus sutilezas, sus sombras, su grito apagado. «Quiero a mis hijos, a pesar de la cojera del alma». La orfandad de hijo, padre, madre o marido, como esa pérdida primigenia que todos arrastramos o cargamos.

Sorprendente, creativa, Irene Solà brilla en la adjetivación y en el tropo que pone tregua (gracias) a la logorrea, al largo aliento, al monólogo interior abusivo, fetén para crear esa grata pesadez de la confesión y que tiene tanto de densa ligereza. Por ejemplo: «La añoranza puntiaguda», «Y el corazón me dio un vuelco como si fuera un remolque».

Mención especial merece aquí el uso del lenguaje que consigue un lirismo de la repetición. Una letanía o canto colectivo, de la panza de la tierra al vientre de la mujer, una liturgia, una comunión, no tanto liberadora como armónica, porque el canto es nada más que canto como la luz es luz, nada más.

En palabras de Irene Solà: «La historia de una es la historia de todas. Porque el bosque es de las que no se pueden morir. Que no morirán porque lo saben todo. Porque lo transmiten todo. Todo cuanto hay que saber. Todo cuanto hay que transmitir. Todo cuanto es. Semilla compartida. La eternidad, cosa ligera. Cosa diaria. Cosa pequeña».

Descubrimos que el canto se vuelve telúrico porque así lo es el dolor. Nuestra escritora da voz a la tierra, así, directamente. Por su voz hablan las nubes, las setas, todo habla a través de ella, todo canta con su voz prestada. Inolvidable nos parece el capítulo donde unas nubes toman la palabra, luego unas setas y luego una corza. Presta la voz nuestra autora recordándonos que la escritura es un ejercicio de transmisión, casi una posesión, a la manera del romántico iluminado o del escribano medieval, bajo mandato divino. El concepto de autoría al servicio de su tiempo, mero fuelle de una brasa que lo contiene y lo posibilita.

Este libro tiene esa estructura rompecabezas, tan desquiciante al principio, pero tan agradecida luego, cuando uno descubre que las piezas van encajando. ¿Se podría hablar de realismo mágico? Casi, porque predomina un ambiente onírico, de carácter mítico (ahí el lenguaje poético se hace coherente), de recuperación de lo legendario como homenaje a esos que a su vez nos dieron voz a nosotros y por quienes hablamos o que hablan ahora por nosotros.

Tiene algo de documental en cómo los personajes (y aquí el concepto de personaje es amplio) se van presentando solos, compartiendo esa carga de un protagonismo que eluden y que al final es algo colectivo, es la comunidad quien se erige en un primer plano hecho de pequeñas secuencias. Así se va formando una especie de árbol genealógico natural, con un vínculo superior al parentesco, el vínculo de la tierra, del tiempo, del mundo y de la historia que de él se cuenta.

Decidida recuperación de la oralidad, de la memoria, las leyendas se entrecruzan con la historia formando un ambiente que no sabemos ubicar, si en el corazón o en la cabeza, si en el amor o en la ira. El pueblo, el bosque, la tierra donde tiene lugar esta pequeña mitología es el verdadero protagonista, el verdadero narrador, que toma prestados a los hombres y mujeres (y a los animales) y también a la voz de Irene Solà para dar testimonio de este misterio que llamamos vida.

Cosas que (espero) no olvidaré de este libro. La corza. El monólogo agónico de la corza, su primera persona como una conciencia del dolor. Tampoco olvidaré el canto de la tierra, del bosque, de la montaña y hasta de los champiñones. El reencuentro, veinticinco años después, entre Mia y Jaume; a Hilari y su miedo al abandono, su pureza y su íntima unión con la naturaleza. Sobre todo: la posibilidad de rescatarnos, de salvarnos con la leyenda, es decir, que somos 90% agua y 10% literatura, ficción.





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