Por qué Dani Benítez no tenía la culpa

Hace unas semanas el Real Madrid viajaba a Los Cármenes para enfrentarse al Granada en un partido que podía ser decisivo para las aspiraciones de salvación del equipo granadino. Si el Granada ganaba, aseguraba la categoría. Las cosas se pusieron muy a favor: Jara marcaba el 1-0. Y ahí comenzó el desastre. El Granada solo perdió el partido, primero forzando un penalti tan clamoroso como innecesario, que Ronaldo convirtió y que supuso el 1-1; y después terminó el suicidio con un gol en propia puerta. El Granada había desperdiciado un partido con todo a su favor para lograr el objetivo de la permanencia. ¿Cuál fue la reacción? ¿Se lamentaron los jugadores por las ocasiones erradas, por el penalti de principiantes o por el desgraciado gol del final? No. Todos se fueron a por el árbitro de esa manera que es ya habitual en casi todos los campos de fútbol, intimidándolo, haciéndole retroceder, sacando pecho, levantando las manos amenzantes, gritándole insultos a cinco centímetros de la cara. Los jugadores del Granada se convirtieron en matones de barrio y arrinconaron al árbitro que a duras penas aparentaba entereza mientras trataba de esquivarlos. Los insultos e insinuaciones de parcialidad palidecieron ante la pusilánime acción de un pusilánime jugador. Dani Benítez, jugador de banda, rápido, incisivo pero irregular, se acercó, de lejos, y lanzó una botella que alcanzó en la barbilla del árbitro. Acto seguido agacha la cabeza, simula no saber qué ocurre y se marcha. 

El fútbol es un deporte muy lamentable a veces. Antes que confiar en la profesionalidad de un árbitro se prefiere la sospecha, más si esa sospecha sirve para dejar en un segundo plano la torpeza del equipo. Nadie hace autocrítica. Nadie parece honrado. Ojalá algún día tengamos dirigentes en el fútbol que acometan las medidas necesarias para que no nos dé vergüenza con tanta frecuencia ver un partido de fútbol. Deportes como el baloncesto, el balonmano o el rugby se caracterizan por un respeto al estamento arbitral y al equipo rival que el fútbol ha convertido en mofa cotidiana con piscinazos, rodillazos por la espalda, engaños y todo tipo de acusaciones previas y posteriores a los partidos. Cuando hay una falta en balonmano, el árbitro pita, todos acatan y en apenas tres segundos ya están en su campo defendiendo la siguiente jugada. Cuando hay una falta en fútbol, todos sospechan del árbitro, buscan el historial de sus parientes, se acuerdan de lo que ocurrió el año anterior, lo rodean, lo amedrentan, van a por él. ¿Qué hacen los dirigentes del fútbol? Nada. El fútbol es de hombres, dirán. Sí, de hombres miserables.

Como esto es fútbol y como el público, que es el que paga, así quieren que le den gusto, hay que concluir que Dani Benítez no tuvo la culpa. Simplemente hizo lo que se espera de un deporte donde presidentes, entrenadores y jugadores instauran la sospecha, el insulto y la agresión. Los niños que ven los partidos por la tele saben qué hay que hacer cuando se pierde un partido que estaba ganado: ir a por el árbitro. Dani Benítez debió aprenderlo en su casa, viendo un partido cuando era pequeño, y el otro día transmitió ese valioso legado a muchos otros niños que perpetuarán este glorioso deporte nuestro.

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