Desencajada, Margaryta Yakovenko


Esta historia convence y cala por una serie de aciertos. En primer lugar, el asunto, la migración para huir de la pobreza, se cuenta sin caer en la épica, en los excesos ni en la autocompasión. No empalaga ni sublima nada. Hay, por el contrario, una fuerte impresión de honestidad, de desagrado ante el mismo hecho de narrar ese intrahorror familiar de mudar de país como de piel. En segundo lugar, la mirada pueril, que aporta un extrañamiento contenido, sobrio y dramático a la vez, pues ya sabemos que el niño mira siempre por primera vez. El estilo, en consecuencia, gana enteros, se vuelve acendrado y luego cínico, desengañado, saboreando la hiel de vivir como escombro, como de prestado en un lugar donde uno no vale nada y otros se encargan de recordárselo con su desprecio o su indiferencia. Por el tratamiento del tema, la perspectiva narrativa y el estilo ágil, late en estas páginas aquel Junot Diaz en estado de gracia, tan triste y tan adictivo. Salvando las distancias obvias, geográficas y culturales, Margaryta Yakovenko activa en Desencajada mecanismos similares de un alto voltaje literario que se percibe desde las primeras páginas. Una intensidad que impide avanzar sin más.

El problema social queda retratado con excepcional crudeza. Una neo-esclavitud de mafias e invernaderos, la explotación humana como última tabla salvadora o condenatoria. Recordemos: niños muertos traídos por la marea a una orilla turca o griega, pateras atestadas que engulle el mar, cuerpos reducidos a limo, carne de telediario, reclamos publicitarios de oenegés, vagabundeo tan antiguo, tan de viejo testamento, a la llamada del dios moderno y de toda la vida: el trozo de pan, el techo protector, la conexión wifi. Un retrato tan carnal que recuerda a otros libros que también son una herida abierta: Pelea de gallos de María Fernanda Ampuero o Casas vacías de Brenda Navarro. Efecto invasivo de una escritura visceral que nos penetra por una ósmosis feroz, que se agolpa como una manada de palabras salvajes, muerde y nos deja un colmillo colgando de la carne, del ojo, de la boca. Hay que perseguir estos libros como lo terrible, como un lucero del alba en plena noche.

La verdad que esconde esta ficción estremece. Tener acceso a la intimidad de unos migrantes nos abofetea con un realismo lacerante. Vamos guiados por la voz honda pero aniñada de Dasha. Su naturalidad, su iniciación, la inocencia con que nombra el mundo sin inmutarse. El mundo monstruoso de precariedad, indefensión, desigualdad, reducido a una fisura en la que ya va a vivir para siempre. La lectura incomoda tanto si nos ponemos en la piel de Dasha, fuera de sitio y humillada, desencajada, como si nos situamos en el lugar del otro, el rico que condesciende o insulta como acto reflejo. La humillación física y también moral, ese rebajar la dignidad hasta quedar bien aplastada por la condescendencia de buen burgués. 

Este es un libro sobre el fracaso como predestinación. Un determinismo social tiñe de tragedia íntima las vidas de Dasha, de su padre y su madre, triángulo asfixiante de emigrados desde Ucrania a Murcia. El sueño español, rebajado a una miseria moral casi quevediana, reflejo de un espíritu de época que es, ante todo, de clase. Una huida de la miseria material hacia la miseria moral. Todo, nos recuerda esta historia, está subordinado a lo político. A su látigo inescrutable, que va de mano en mano restallando viciosamente sobre los que huyen y se esconden, los que cobran en b, los que callan la explotación, los que tragan orgullo y encorvan la espalda al patrón a cambio de unas migas de supervivencia, sintiéndose cascote, ciudadanos sin patria, sin hogar, sin nada más que silencio y errancia. Son una nostalgia flotante, sin referente en el que volcarse. Y eso los hace culpables de un delito contra el orden natural de las cosas, que siempre es un orden de arriba abajo, y por eso deben pagar, que no purgar, porque eso es imposible. Ellos mismos, vacíos, dejan de existir.

Desencajada es un libro en dos tiempos, dos tipos de huida para el mismo desaliento. El desarraigo y la errancia se van reconociendo al tacto, su relieve interior marca la orografía sentimental y existencial del emigrado. Dasha divide su crónica («antes de la migración» y «después de la migración») en material narrativo, lleno de evocaciones y recuerdos, y material reflexivo, rebosante de esa maleza del pensar lo que no puede ser pensado: «¿Cómo explicarle lo que siente a alguien que solo ha leído de los migrantes en los periódicos?» La segunda parte es una caída libre hacia el origen. Una búsqueda interior para descubrir que la patria ya no existe más que en el camino. La propia pregunta es la respuesta. El destino está únicamente en la búsqueda. Yakovenko actualiza magistralmente temas tan universales como el éxodo bíblico o el regreso de Ulises, pero aportándole una mirada y una prosa hermosa y visceral, de una pureza descarnada, y ofrece una arista más al problema: al buscarlo, el hogar ya ha desaparecido.

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