Feria, Ana Iris Simón

Porque este libro no se quiere literario es por lo que tiene un enorme valor literario. Porque lo literario va más allá de la ficción. Digamos que la ficción es un atajo hacia esa gota a punto de caer: el sutil encantamiento que emociona. Feria es todo un zumo exprimido de cientos de esas pequeñas gotas de la sencilla magia de escribir lo que se vive. Una lección magistral sobre la escritura como acto de responsabilidad íntima y social, pero también sobre el valor de las grandes cosas que pueden sucedernos mientras vivimos. La primera, vivir. La segunda, el convencimiento de que estar vivo es saldar una deuda que no puede no pagarse, o que solo puede pagarse viviendo con otro y para otro. Para el padre, para la madre, el hermano o los abuelos. Mi deuda por este libro es con la autora, Ana Iris Simón, y con Abraham Gragera, de quien me vino, sin él saberlo, el consejo de leerlo. Y, ya puestos, con Círculo de Tiza, que sin hacer ruido va por la quinta edición. ¡Qué inteligencia!, exclamaba Abraham. Y yo no puedo añadir nada mejor: ¡Qué inteligencia! Ana Iris Simón se permite pasar de la crónica social a la anécdota de tipo memorialista y de ahí al breve ensayo sociológico, sin excluir –de hecho, posicionándose con inesperada audacia– en lo político. Su prosa, es decir, su personalidad, puede con todo. Es un todoterreno de verbo grácil, con poco adjetivo, y eso es bueno porque el adjetivo a veces disimula la poca idea. Por tanto, estas memorias sui generis, o este diario en retrospectiva, es también una novela de tesis. Y, además, el libro que todo padre querría que su hija escribiera y el que toda hija o hijo querría tener el valor de escribir. Y, por qué no, Feria también es el libro que todo escritor debería aspirar a escribir.

La feria, aquí, es el objeto o la abstracción a la que se agarra la memoria para permanecer. Primero vergüenza de clase y luego orgullo identitario. Rescatar la feria es salvar la memoria de lo que uno es, de lo que Ana Iris es, es rescatarse a sí misma y, con ella, a la familia, lo que a fin de cuentas supone salvar también un poco al mundo, salvar al mundo del mundo mismo, ese que se devora a sí mismo por exigencia de un progreso que muchas veces tiene más de retroceso que de paso adelante. Por eso Ana Iris crece sabiendo que su misión es salvar. Salvar el pueblo, la familia, la feria, el léxico de antes, hasta el mismo Quijote. Salvar cierta naturalidad cercenada por la nueva moral que sanciona y desfigura incluso lo que uno es, sorteando las maniobras tramposas de cierta política que se quiere hegemónica, como hegemónica se quería la ola de rotondas, la europeización o el lamento, tan español, de serlo.

El homenaje al padre, a la madre y al hermano, se convierte finalmente en homenaje al niño futuro, en anhelo de incluirlo en la felicidad del mundo ‘suyo’. Porque el mundo de Ana Iris, mítico como el de Macondo, una Macondo manchega, es expansivo, como la Ana Mari, más feliz cuanto más se expande. Por eso, ese niño futuro es de alguna forma el niño de todos, también del lector, que lo envidia ya antes de existir, que quiere ser él y que, por esa magia de la escritura, es de hecho él. El lector es el niño futuro que nace de este libro que es todo un alumbramiento. Un prodigio y un milagro en su manera de encontrar revelaciones dentro de lo cotidiano, en la forma de hacer lo cotidiano una revelación. Una celebración absoluta, un canto a la vida lleno de ingenio, de amor y de inteligencia. Y humor, mucho humor. Ana Iris Simón sabe que hay que rescatar el lenguaje, el lenguaje perdido, precisamente para evitar que se pierda, porque contiene la esencia de la vida, porque podando una parra se aprende lo mismo que leyendo un poema de Pound.


Comentarios

Entradas populares