Piedras en el bolsillo, Kaouther Adimi



Hasta qué punto somos, o acabamos siendo, un producto de las circunstancias que nos rodean. Que nos dan a luz. Ese determinismo ambiental con forma de embudo por el que precipitarse lenta, muy lentamente. Mujer, expatriada –en todos los sentidos: social, cultural, geográfico, familiar e interior– y soltera a contrapelo, nuestra protagonista sin nombre sufre la (o)presión de una misoginia atemperada por el salvoconducto de la sacra tradición. Una criatura deforme, de goma, como si extrañas fuerzas tiraran de sus extremidades dejándola lista para fingir que, ahora sí, comienza la vida.

La vida, esa cosa. En lo más íntimo parece un desaforado ejercicio de supervivencia. Un país es una intimidad igual que un cuerpo es una compleja sociedad. Entre ese unitarismo de Emerson y la mónada de Leibniz se sitúa el dolor del yo desgajado, desarraigado en contra de su naturaleza. El éxodo bíblico repetido en cada persona que se vuelve extranjera, que hace del extranjerismo una divisa y un tajo. Con aquella nostalgia viscosa pero magistralmente atrapada en los planos estáticos de Lost in translation. nuestra protagonista, alter ego de Kaouther Adimi, se despeña por una cotidianidad de gestos frágiles que invocan algo tan etéreo e improbable como un paraíso perdido.

El inminente regreso al hogar familiar, con motivo de la boda de su hermana menor, crea un intimismo parecido al de Adiós fantasmas, libro hermanado con este en esa fortaleza de lo frágil que tanto recuerda al Juan Ramón más humano. Desmitificar el recuerdo es parte del proceso de aceptación –que no resignación–, de construcción de la propia identidad que se sabe inconclusa a falta de un revisionismo por momentos más de cara al exterior que al interior. Este proceso de autoevaluación afectiva va acompañado de unas notas de crónica social que intentan explicarlo. Dos miradas intercambiables para el propósito del libro, que es desandar un laberinto de emociones y miedos. Un miedo centrípeto, arraigado de fuera adentro, desde la política autoritaria de Argelia, casi dictatorial, trasladado a la niña asustada y ávida de vida, que terminará marchándose a París para ver mejor su infancia desde otro lado, desde la apariencia de libertad.

La sensación de diferencia, el desarraigo social, es todo un filón literario. Se puede llevar a lo político, como Alberto Torres Blandina, a lo existencial como Kafka, o como aquí hacia un extrañamiento más general, más de superficie que de profundidades, cándido, sentimental, acomodado. Este aburguesamiento del dolor es una merma en lo literario a la par que procura cierto encanto compasivo, en cierto modo femenino, al que se le perdona lo romo y se le agradece lo frugal.

¿Qué relación tiene un autor con su obra? La obra, escribe Cioran, acaba volviéndose contra su autor. Quizás esta máxima sugiera la necesidad de afrontar la escritura con una entrega absoluta. Afilarla como la hoja de un cuchillo y dejarse hacer por ella. Kaouther Adimi se protege en su fragilidad y esto se confunde con cierta oportunidad perdida: de batirse a cuchillazos con la obra. A la voz de Adimi no hay que pedirle, pues, esta audacia, sino la undosidad de las mareas. Va adentrándose con prudencia en el amplio territorio que es la conciencia de la mujer dentro de un contexto especialmente hostil. La Argelia islámica de casamientos sistemáticos, casi de conveniencia, como un servicio más al país del que uno es miniatura. Calibrada su voz, Adimi se siente a gusto, su confesionalismo ronda lo universal al encarnar la voz femenina: aplastada por una desigualdad estructural que se asume como déficit biológico incuestionable. Su voz es la construcción de su identidad desde la diferencia, un ensayo de la libertad de ser ella misma, exento del rígido molde que la sociedad –esa gran familia que enjuicia y sanciona– le tiene preparado.

La boda de su hermana pequeña es una trampa: será la exhibición del estigma de su soltería. Pero también de su lejanía, esa nueva condición de extranjera en su propia casa, después de abandonar Argelia por París hace cinco años. Una presión social de la que su madre es abanderada, instancia sancionadora, el superyó trabajando a toda máquina para hundir el yo en un piélago de reprobaciones y reproches. La boda se convierte en reflejo perverso de otra boda en negativo: la suya propia, la que no existe, letra escarlata de la vergüenza, motor del canto elegíaco que por momentos es este libro.

Esta es también una historia entre dos mundos, Occidente y Oriente, con la servidumbre colonial. Más que un punto de unión, un punto de fuga que da profundidad al dibujo resultante, un tránsito, no un destino sino un irse como condición de vida. Irse porque toda la vida se ha mostrado como un feroz desengaño, un acertijo insoluble: si huye, debe volver. Si vuelve, quiere huir. Este movimiento pendular es el que aqueja a nuestro atormentado personaje sin nombre. Rechaza los esquemas sociales impuestos pero sigue aspirando a satisfacerlos, a una redención. Así, su inevitable regreso sería una meta volante en la carrera desnortada de su existencia. No estar a la altura de lo que los demás esperan anula la misma idea de lo que uno espera: lo que se espera es un reflejo deforme de lo que los demás esperan. Su libertad puesta en entredicho, una reacción a otra cosa, el vaivén del péndulo que late en el pecho.

Piedras en el bolsillo
expone con cierta candidez los preparativos emocionales antes de un viaje al origen. La inminente boda de la hermana menor supone el regreso a Argel, a las expectativas frustradas de la madre, y supone reafirmar una sensación de extranjera perpetua. Allá donde esté nuestra protagonista se siente de más, percibe su otredad. Quién es, de dónde viene, hacia dónde va. Las coordenadas mentales, difusas, emborronan las físicas. Un personaje en crisis, como el insecto atrapado en la tela de araña, para quien ser mujer y soltera se convierte en un binomio insoportable ante la moral argelina personificada en su madre, presencia omnímoda aun en la distancia y agrandada tras la muerte del padre. La boda de la hermana menor pone en marcha un engranaje de ansiedad y miedo. Cómo afrontar lo que uno es. Cómo saber qué es uno, a quién pertenece. La dependencia emocional con el pasado ha acabado por difuminar un presente que se parece demasiado a la víspera de ayer.

Novela desconcertante en su sencillez, Kaouther Adimi quizás hace de su pobreza virtud. El retrato social, entre la nostalgia y la denuncia, se sostiene pese a esta precariedad de medios narrativos. También esa fragilidad de situarse siempre por debajo, en contrapicado, de alguna forma recarga la obra de humildad, la satura de delicadeza, que es como decir que rebosa de nada. En ese borde del precipicio andamos. Donde, según qué viento sople, podemos elogiar o tachar. Como nuestra protagonista, no aspiramos a tanto. Si acaso a vivir, o al menos leer la vida, con una felicidad moderada.

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