Jávea, Alberto Torres Blandina

Como sugiere la estupenda fotografía de la cubierta, hay en Jávea un retrato generacional, epocal y de clase que va transformándose ⎯casi deshilachándose a voluntad⎯ en un anecdotario de único sentido: hacia la machacona proclama política. Una fuerte (y acomplejada) sensación de diferencia coloca a nuestro confesional narrador en una situación difícil: a la vez extraño y paisano. Su arraigo geográfico y social va a generar no pocas tensiones identitarias frente a un entorno no menos machacón en su tosquedad zafia y envilecida. Tenemos aquí el viejo conflicto entre el individuo y la sociedad, un extendido tic neo-romanticón que se erige en tesis autorreferente y omnipotente hábilmente situada un pasito por encima de lo falsable: en algo hay que creer. Al principio, es un gesto de decepción más que de rebeldía. Luego se vuelve desairado, anárquico, porfiado. El tono de desencanto parece presentarnos un eccehomo tristoncillo, apagado y resignado, sin nada que celebrar salvo la supervivencia en un entorno hostil y demasiado castizo. La crítica es agria hacia ese tipo de servidumbre lumpen: a la propia ignorancia, al instinto, a lo vulgar, a la lucha estéril por un ideal de paja. Un ideal que consiste en la falta de ideales.

No sabemos quién es más huérfano: si el de la mirada lúcida o si aquellos que se jactan como gorrinos en un charco. Escribir en España es llorar, a lo Larra. Un localismo ejemplarizante funciona aquí como retrato universal de ese carácter contumaz que vive anclado en cierta cultura del empecinamiento y la grosería. Una inversión de valores que sanciona con dureza la heterodoxia, la debilidad, la diferencia: así, de un modo tan eclesial, se perpetúa un sistema de violencias en sordina, por tradición, como sucio deporte de decadencia. Jávea y ese primitivismo de especie: la biología enemistada con un progresismo esencialista, sin más atributos que la pujanza, el desencanto, el amor que busca, como el aire de una rueda pinchada, su sitio.

Jávea tiene un poco ⎯o un mucho⎯ de historia iniciática, de mascarada puesta al descubierto, desenmascarada. El ruralismo patrio de los noventa, en masculino, exacerbado el hecho biológico, como al asombro de ser lo que se es, un cacho de carne propenso a la carne, una ciega voluntad que tira de nosotros hacia el meollo, y el meollo es denigrarse para hacer juego con el negror de la vida, ese negror que no es suma sino carencia. Así, a lo sociológico, pero también a lo memorialista, Alberto Torres Blandina afila el escalpelo y se gusta, está en vena cuando casi hace soluble a Baroja en Palahniuk o cuando transita del filón naturalista de Thoureau al joven desaliento de Holden Caulfield. Un escalpelo que, sin embargo, va poniéndose romo página a página. 

La cosa se va a la autoficción adornada con un diálogo materno-filial, onírico e interruptus, ni tan socrático ni tan diálogo, pues enseguida muda a crónica de peripecias de la pandilla que, con un ademán bien aburguesado, se revuelve contra la ortodoxia de lo vulgar utilizando sus armas de fuego: literatura, mujeres y drogas. Y la superación de esa feligresía de lo lumpen: no tener ni papa de lo que se es. Nuestros pandilleros, en cambio, son plenamente conscientes de cada gesto, de cada pose: «Sabemos qué lugar ocupamos en esta historia y por eso, de alguna forma, actuamos como nuestra propia parodia. Pensando que eso nos protege de ser ridículos». Blandina juega a decir que está contando una historia mientras la cuenta. Un artificio autocomplaciente que parece decirnos a cada rato que, ahora sí, la historia está encauzada. Esa mentira piadosa. Una historia que es, por convicción, subversiva («hay días en los que uno se cansa de ser civilizado»), aunque tengamos que buscarla finalmente en el mismo proceso de contarla, ese monólogo interior, un tanto caótico, que crepita como fuego alrededor del cual congregarse.

Blandina saca su hemeroteca emocional y hace sociología a propósito de nada, de un reencuentro con la cuadrilla de juventud, un Decamerón sórdido y efectista ⎯heroinómana y cuatro escritores⎯ para pasar revista a esa orfandad trascendental (cfr. Lucàks en Noche y océano de Raquel Taranilla) que vertebra todo el libro. Una embrollada road movie, a lo Airbag pero de salón y sin salida, mezclando presente y pasado, recuerdos, frustraciones y algún pequeño logro, más bien dejando la brújula en el pasado, en la crónica personal que Alberto va improvisando, por ejemplo, en lo que tardan en llegar a un raval a pillar jaco. Todo el viaje interior, la íntima regresión, parece una denuncia de las condiciones injustas, de la mediocridad segregadora en que vivió los años que dieron forma a su conciencia (de clase). Bisagra entre la humildad y la gente yupi, con apartamentos y chalés en pueblos costeros como Jávea. Esa desigualdad, ese extrañamiento ante el otro, esa brecha social y personal, es el motor de la historia.

Y aquí una reflexión: el proceso de apropiación del arte, que toma como propia una identidad ajena, el arte elitista que se viste de comprometido, esa humillación o banalización, la del señorón jugando a estar políticamente engagé. El proceso de apropiación en general, como una constante histórica, la cara b de otro proceso, el de la otredad, ser el otro, sentirse el otro de uno mismo, caer en esa alternancia de perspectivas que es igual a una suma de decepciones. Hasta que lo que cae es la barrera: el otro no existe, el otro es una invención del ego. Por momentos Blandina entona en Jávea un canto más solidario que subversivo. El ajuste de cuentas es casi nostalgia, casi ternura, misericordia hacia la existencia desaforada de los otros, la que excede, por imperativo de especie, las trampas culturales, las identidades del barrio, las fronteras físicas y las interiores.

Inevitablemente, esto acaba en prospección. Un autoanálisis de lo que somos, de lo que creemos ser. Nuestra historia personal, nuestra mitología de pobre, tan alejada de la del rico, nuestra mentira a la carta. La suma de recuerdos marca una trayectoria, dice Blandina, no un punto en un mapa. Dilucidar esa trayectoria, ser honesto con uno mismo, parece ser el sentido de este viaje. Una búsqueda interior que muestra cómo llegar a un mismo sitio repetido en cada uno de nosotros. Y en cada uno de nosotros hay un muro, una zanja, una mímesis, un estereotipo. Ante esta sospecha Blandina pregunta: «¿Hay alguien que sea de verdad?» Quizás antes habría que llegar a un acuerdo sobre lo que significa ser de verdad. Incluso sobre el valor de la verdad, que no puede ser unívoca, sino cambiante y partidista. La verdad, parece, bien podría ser otro invento del ego

La búsqueda de la autenticidad pasa por el cuestionamiento constante, un método de la sospecha con el que llega a la conclusión: en una jugada maestra, el sistema capitalista nos ha hecho culpables de su lógica aplastante: «La vida no debería consistir en hacer traviesas doce horas diarias». Este es, digamos, el pilar de carga de levanta este libro. A veces se ondean banderas que amenazan con politizar discursos que quizás se pretendían apolíticos. Izar una bandera mientras se proclama el rechazo de las banderas. La utopía revolucionaria está ya tan marcada como la riñonera, el chaleco sin mangas o los toros. Si uno se posiciona, sugiere Blandina, si uno se identifica con una ideología y en virtud de ella se piensa especial, auténtico, ¿qué diablos le ocurre al resto de la humanidad que no es capaz de reconocer esta verdad suprema?

La historia de Jávea, de su protagonista, está determinada por una visión del mundo muy concreta: la de los que viven abajo. La brecha social, igual que el clima o el lenguaje, impone una manera de pensar el mundo. La humilde extracción social, sin embargo, aquí no justifica la rabia o la violencia. Aquí funciona como motor democratizante, un ajuste de cuentas que más bien hermana, o lo pretende, pues no va dirigido contra ese otro (que es uno mismo para otro) sino contra el mecanicismo perverso de un sistema capitalista que dispone de nuestras existencias a su antojo. Frente al determinismo de clase, un inconformismo vitalista. Frente a la doble moral de los ricos, la búsqueda de autenticidad en los humildes, la autoproclamada lucidez, el carácter audaz e incomprendido, el mártir pagano, mal puesto en la cruz del dinero: «La frontera real nunca es la física, sino la económica». La conciencia de clase es la lente con que se explica el mundo y todas sus manifestaciones posibles, incluido el amor, que sería tan subproducto capitalista como nosotros mismos, víctimas de un robo escandaloso: el de nuestra imaginación. Amoldarse al sistema o luchar contra él parecen lo mismo: dos formas de perpetuarlo. La molicie es quizás más gratificante para los sentidos, que son en sí pura molicie. De ahí que Alberto, nuestro protagonista, se haya preparado su particular retiro florentino, un salvavidas contra la peste contemporánea: «cuatro intelectuales cuarentones jugando a ser rebeldes», buscando tutoriales en YouTube para hacerse un chino de heroína con tal de escapar de la rutina y de olvidar la falta de sentido y, de paso, los privilegios que tienen en el mismo sistema que aborrecen.

El descorazonador diagnóstico que hace Blandina en Jávea goza de los hallazgos de la abundante literatura distópica pero también incide en sus clichés y en su fácil mecanicismo. La incoherencia, con todo, no deja de ser un atributo inextirpable del ser humano. Una radiografía social que recuerda al Lipovetsky de La era del vacío pero a la que le ha faltado, si acaso, la rabia de Palaniuk. Tenemos un ejemplo reciente: Fernanda García Lao en Nación vacuna lleva un planteamiento similar a un terreno de enorme fuerza en lo expresivo y en lo imaginativo, con amplias resonancias éticas, políticas y sociales. Un libro absolutamente certero. En lo puramente sociológico, Jávea es un friso suficiente, un corte transversal de nuestro sistema, que deja en evidencia sus disparatadas conexiones; en lo estético, hay costurones que la autoficción trata de corregir con cierta pericia, lo cual no deja de ser una propuesta estética en sí: el arte al auxilio de la realidad.

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