Naturaleza, Emerson

 
Emerson, con su trascendentalismo un punto voluntarioso, pues requiere de una especial disposición –la mirada, el espíritu infantil, cierta fe en la unidad–, ofrece una cabaña, un aliento, un sentido. Esta es su religiosidad, pulida y estilizada, casi pomposa en su humildad. Un encantamiento de imágenes levanta el edificio de la trascendencia: lo crea. Nos auxilia con una emoción que no deja de ser esa pirueta de la autoayuda, su número verbal es un suave ciclón que tiene efectos de curandero en los espíritus curables, es decir, los indefensos. Emerson como marca, como gurú, como farmacopea de santidad. Una corrupción amable del mundo para el mundo. Uno está siempre tentado, expuesto al canto de sirena. Compulsivos por naturaleza, agradecemos cualquier leve brisa de optimismo. Nuestra India fácil, parafraseando a Cioran, que ahuyente la sospecha de que esto es lo que hay, que un trozo de madera es un trozo de madera y que lo demás es sugestión, impulso de ver lo que nos gustaría que hubiera. 
 
A Emerson podemos agradecerle tanto como reprocharle. Como a un padre. Al decir: «Nada divino muere. Todo lo bueno se reproduce eternamente», nos está clavando un aguijón cuyo beatífico elixir nos seduce igual que a aquellos lotófagos pero con un matiz: no para olvidarnos de la patria, sino para ser la patria. Nuestro placebo, que no veneno, es aquí esa abstracta intuición de la unidad («unitarios del mundo unido»), la gracia universal a la que remite cualquier manifestación de la belleza. La inversión resulta un estimulante tanto en lo afectivo como en lo intelectual: no es el hombre el que existe para el mundo, es el mundo el que existe para el hombre, «para que el alma pueda satisfacer el deseo de belleza». La creación natural y la creación artística son la gran obra suprema. ¿De quién? ¿De Dios, entendido como autor último de una ficción monumental? ¿El universo es un titánico ejercicio de escritura? En estas estamos mientras nos dedicamos a esa cotidianidad inaplazable. Nuestros quince minutos diarios de Emerson, ya sea para mostrarle gratitud o para reprenderle tímidamente, como se reprende a un niño su niñez. 
 
El anhelo de un sentido. Este es el mal que aqueja a nuestro admirado Emerson, de quien tomamos un brebaje de esperanza. Su concepción del mundo natural como simbolismo de lo sobrenatural nos devuelve un aliento perdido: «No son solo las palabras las que son simbólicas, son las cosas las que son simbólicas». Es una cura momentánea que agradecemos como el haz luminoso en una oscura habitación. Tan dotado para la frase ocurrente («los elementos ofendidos… fríamente les pedimos un potaje, no su amor»), la verdad rescatada y ofrecida al mundo, un antecedente noble del elegante estilo aforístico que hemos reventado y descuartizado sometiéndolo a la degradación del producto de consumo: una taza de Mr Wonderful o un azucarillo junto a la taza. Emerson tenía claro que la naturaleza esconde una moral («¿Qué es una granja sino un mudo evangelio?») y que el lenguaje participa de esa comunión con la belleza y la verdad. Y su inseparable derivado: la bondad. 
 
Emerson bien podría apadrinar los (no tan) actuales movimientos naturalistas, el neo-ruralismo y su ética del bosque como búsqueda en la entraña, y como forma de deshacerse de la cáscara convertida en magistral escoria. Ante el asfixiante nudo con que nos hemos oprimido el cuello, aquí tenemos una expresión sencilla de la dignidad humana, esa que encuentra su plenitud en la unidad del hombre con la naturaleza y del hombre consigo mismo. Construir un mundo propio hecho de poesía y fábulas, es decir, con hechos comunes, atendiendo a esa mitad olvidada, más allá del entendimiento, “la naturaleza como un apéndice del alma”. No es necesario comprarse un Buda en un bazar ni tatuarse un triángulo equilátero en el brazo, ni siquiera hacer mandalas como un poseso. Emerson nos dice que es menos aparatoso y que, como siempre, el camino está dentro de nosotros.

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